The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 7

MÁS OBSERVACIONES ACERCA DE MI EDUCACIÓN MINISTERIAL

 

En cuanto a lo que voy a decir en este punto, espero que los hermanos no me atribuyan otro motivo que el interés amable y benevolente de que mis comentarios encuentren la más alta utilidad. Yo siempre he tomado la crítica de los hermanos con comprensión y les he dado crédito por sus buenas intenciones. Hoy ya soy un hombre viejo y muchos de los resultados de mis perspectivas y métodos le son conocidos al público, ¿estaría fuera de lugar el que hablara con libertad acerca del ministerio con respecto a este tema? En respuesta a sus objeciones, algunas veces les respondí lo que un juez de la Corte Suprema me dijo del asunto: "Los ministros no hacen uso del sentido común cuando se dirigen a la gente. Temen la repetición, usan un lenguaje que la gente común no entiende, no sacan sus ilustraciones de los intereses comunes de la vida, escriben en un estilo demasiado elevado y leen sin repetición para no ser entendidos por la gente. Sin embargo, si los abogados fuesen a tomar ese mismo curso se arruinarían ellos mismos y arruinarían sus causas". El juez añadió, "Cuando yo estaba en el tribunal, frente a un jurado de hombres respetables, daba por sentado que debía de repetir mis posiciones principales acerca del hecho. Esto es algo que debe hacerse siempre que haya seres humanos en la posición de jurados. Descubrí que a menos que lo hiciera, y que ilustrara y repitiera y regresara una y otra vez a los puntos principales--aquellos puntos importantes de ley y de la evidencia--debía de dar por perdida mi causa". Este juez decía que el objeto de esto era "hacer que las mentes de los jurados quedaran convencidas antes de que abandonaran sus sillas, pues la idea no es hacer un discurso que apenas puedan entender, ni el permitirse hacer ilustraciones completamente fuera del alcance de sus percepciones, ni hacer una exhibición de nuestra capacidad de oratoria para luego dejarles ir. Nuestra intención era que se decidieran por un veredicto, por lo tanto debíamos hacernos entender, debíamos convencerles; y si tenían prejuicios, debíamos vencer esos prejuicios; si tenían dudas acerca de la ley, debíamos hacerles entenderla y establecerla en sus mentes. En resumen, esperábamos obtener un veredicto, y obtenerlo en ese momento; para que cuando se reuniesen a deliberar y ponerse de acuerdo fuera evidente que nos habían comprendido; que habían sido convencidos por los hechos y los argumentos que les habíamos presentados--y por último, que les habíamos convencido. Si no nos esmerábamos en urgir cada pensamiento, cada palabra y cada punto a la total comprensión, de tal modo que fueran parte de sus convicciones, sabíamos que perderíamos el caso. Debemos vencer sus prejuicios, debemos vencer su ignorancia, incluso debemos tratar de vencer sus intereses personales en contra de nuestro cliente, en caso de que estos intereses existan".

El juez también dijo: "Si los ministros hicieran esto, los efectos de su predicación serían completamente diferentes a los que tienen ahora. Ellos se sumergen en sus estudios y escriben sermones, luego van a sus púlpitos a leerlos. Más aquellos que los escuchan a penas los comprenden. Utilizan muchas palabras que no entenderán sino hasta que lleguen a sus hogares y busquen un diccionario. Los ministros no se dirigen a la gente esperando convencerles y obtener su veredicto a favor de Cristo en ese mismo momento. Este no es su objetivo. Mas bien parecen buscar la creación de producciones literarias, y demostrar su gran elocuencia y el uso elegante que hacen del lenguaje." Por supuesto, no pretendo recordar después de tanto tiempo las palabras exactas usadas por el juez, mas aquí he anotado sus afirmaciones en substancia, según me las dijo en ese momento. Frecuentemente les he dicho estas palabras a los ministros.

Jamás cobijé el menor de los resentimientos hacia mis hermanos por la dureza con la que me trataron tantas veces. Sabía que deseaban ansiosamente que yo hiciera lo que les parecía lo mejor, y sinceramente suponían que haría mucho más bien y mucho menos mal su adoptaba sus perspectivas. Sin embargo, yo era de una opinión diferente.

Podría mencionar muchas situaciones que ilustrarían las perspectivas de los ministros y la forma en la que solían tratarme y reprenderme. Por ejemplo, cuando estaba predicando en Filadelfia, el Dr. Hewitt, el celebrado agente anti alcohol de Connecticut, fue a escucharme predicar y quedó indignado ante la forma en la que yo había denigrado la dignidad del púlpito. Su conversación más seria la tuvo con el hermano Patterson, con quien yo trabajaba al momento. Hewitt insistió en que no se me permitiera predicar hasta que no hubiera recibido educación ministerial, y que debía cesar mis labores e ir a Princeton para aprender teología, y así adquirir mejores perspectivas acerca de la forma en la que el evangelio debe ser predicado. Sin embargo el hermano Patterson no le dio mucho consuelo, pues lo que hizo fue hablarle de la forma en la que son educados los ministros, de sus perspectivas y de cómo en comparación con los resultados manifiestos de mis métodos, los de los ministros dejaban mucho que desear.

No deseo que quede en ninguna mente la impresión de que yo pensaba que mis perspectivas y mis métodos eran perfectos, pues no es así. Estaba conciente de que era tan solo un niño y de que no había disfrutado las ventajas de las altas escuelas de aprendizaje. Tan conciente estaba de la carecía de semejantes calificaciones capaces de hacerme aceptable, especialmente a los ministros, que le temía a la gente de los lugares populosos, y jamás tuve ambición o propósito de ir a lugares que no fueran nuevos asentamientos o sitios en donde se careciera del evangelio. Ciertamente me sorprendió mucho descubrir con frecuencia, durante el primer año de mi predicación, que las clases más educadas la encontraran tan edificante y aceptable. Esto iba más allá de lo que esperaba y mucho más lejos de lo que me atrevía a desear. Siempre me preocupé de mejorar aquello en lo que notaba que me encontraba en el error. Sin embargo, mientras más predicaba, menos razones encontraba para pensar que estaba errado en aquello que señalaban los ministros.

Mientras más experiencia adquiría, más podía ver los resultados de mis métodos de predicación. Mientras más conversaba con todas las clases, la alta y la baja, la educada y la no educada, más confirmaba el hecho de que Dios me había guiado, de que era Él quien me había enseñado y me había dado las concepciones correctas acerca de la mejor forma de ganar almas. Digo que Dios me enseñó, y sé que debe de haber sido así, pues ciertamente jamás me hubiera sido posible obtener tales nociones de un hombre. Frecuentemente he pensado que puedo asegurar con perfecta verdad lo que Pablo dijo, que no me fue enseñado el Evangelio por los hombres, sino por el Espíritu mismo del Señor. Y este Evangelio me fue enseñado por el Espíritu del Señor en una manera tan clara y fuerte que ninguno de los argumentos de mis hermanos ministros, con los que tan frecuente y persistentemente se me presentaban, tenía en mí el menor impacto.

Menciono esto porque estoy obligado a ello, pues aún tengo la solemne convicción de que en gran medida las escuelas están arruinando a los ministros. En nuestros días los ministros gozan de grandes facilidades para obtener información en toda cuestión teológica, y están bastamente preparados en cuanto al conocimiento teológico, histórico y bíblico de lo que jamás lo ha estado persona alguna en cualquiera de las edades del mundo. Más teniendo todo este aprendizaje, no saben como usarlo. En gran medida son semejantes a David tratando de usar la gran armadura de Saúl. Un hombre jamás aprende a predicar sino predicando. Mas, de todas las cosas que le son necesarias a un ministro, la más importante es el enfoque. Si su preocupación está en granjearse una reputación o en asegurar sus necesidades ministeriales, alcanzarán muy poco. Hace muchos años atrás un amado pastor a quien conocía, abandonó su hogar por causa de su salud, y mientras estaba ausente dejó en su púlpito a un joven que estaba recién salido del seminario. Este joven escribió y predicó los sermones más espléndidos que pudo. Finalmente, un día, la esposa del pastor se aventuró a decirle: "usted está predicando por encima de la cabeza de nuestra gente. Ellos no entienden su lenguaje ni sus ilustraciones. Está llevando demasiado de su aprendizaje al púlpito." A esto el joven le respondió: "Yo soy un hombre joven que está cultivando un estilo. Me estoy preparando para ocupar un púlpito y rodearme de una congregación cultivada. No puedo descender al nivel de su gente. Debo cultivar un estilo elevado". Desde entonces he mantenido a ese joven en mis pensamientos y en el foco de mi mente. Que yo sepa, no ha muerto aún, y sin embargo jamás he visto su nombre relacionado a ningún avivamiento, a ninguno de los grandes avivamientos que hemos tenido cada año desde entonces. Tampoco tengo esperanzas de verlo a menos que sus perspectivas hayan sido radicalmente cambiadas, y a menos de que se dirija a la gente desde un punto de partida totalmente distinto, y a partir de motivos completamente diferentes.

De hecho, si los ministros tuvieran enfoque, y la intención de alcanzar y llevar a la salvación a la gente, sentirían la necesidad de ser comprendidos. No estarían satisfechos con enamorar a la multitud con su grandilocuencia y su espléndida educación; sino que se pondrían a su nivel, y tratarían de entender su lenguaje y acomodar su discurso a sus capacidades y posiciones, a sus modos de pensamiento y lenguaje. Puedo mencionar ministros que aún viven, aunque viejos como yo, que se sentían terriblemente avergonzados de mí cuando empecé a predicar porque me veía tan indigno del púlpito, usando un lenguaje tan común, dirigiéndome a la gente en forma tan directa y hablando de "tú"; y porque no me importaba tanto el adorno del idioma, o mantener la dignidad del púlpito. Sin embargo he escuchado más frecuentemente por otros de este desagrado, que por los mismos ministros, diciéndomelo de frente. En este punto quiero que se entienda particularmente que por lo general, sino en todas las ocasiones, aquellos ministros fueron honestos, mostrando la genuina solicitud por hacerme más útil. Ellos, por supuesto, realmente creían que sus perspectivas estaban correctas y las mías equivocadas y sus comentarios no se debían a ninguna disputa que tuvieran conmigo como hombre o como cristiano. Más bien lamentaban mi falta de educación ministerial, lo cual me había prevenido, según ellos suponían, de mantener la dignidad del púlpito y de la profesión.

Estos eran hermanos queridos, siempre les tuve los mayores afectos, y no creo haber sentido jamás molestia alguna o enojo por lo que me decían. Tampoco me sorprendía lo que pensaban, pues desde el principio estuve consciente de que iba a encontrarme con tal oposición, de que había una gran distancia entre nuestras formas de pensamiento, así como también la había entre nuestras prácticas. Rara vez sentía que era parte de ellos, o que realmente ellos consideraban que perteneciera a su fraternidad. Yo era un abogado de formación. Salí de una oficina jurídica a un púlpito, y le hablaba a la gente de la misma manera en la que le hubiera hablado a un jurado. Todo esto era absolutamente contrario a la forma en la que ellos habían sido educados, a todas sus posturas y sus sentimientos. Por supuesto yo era un pájaro extraño, un extranjero, un intruso, un hombre que había llegado al ministerio sin haber surgido de un curso regular de entrenamiento.

Durante mis primeros años de predicación, supe que era muy común que los ministros estuvieran de acuerdo en que si yo llegaba a tener éxito como ministro, el prestigio de las escuelas sería puesto en duda. Los seminarios teológicos quedarían en la sombra y que así, los hombres llegarían a pensar que ya no valía la pena sostenerlos con sus fondos. Yo jamás tuve la intención de oponerme o desprestigiar a ningún seminario o escuela teológica--aunque ciertamente pensaba entonces, y lo pienso ahora, que en algunos aspectos están grandemente equivocados en sus formas de entrenar a sus estudiantes. Los hombres no aprenden a predicar estudiando sin practicar. Se debe animar a los estudiantes a ejercitar, a probar y a mejorar sus dones y el llamado que Dios les ha hecho, saliendo a cualquier lugar que les sea abierto para exaltar a Cristo en medio de las gentes, por medio de pláticas urgentes. Así es como se aprende a predicar. Más en lugar de esto, se requiere que los estudiantes escriban lo que ellos llaman sermones, y que los presenten para que sean criticados. Para predicar, por ejemplo, leen estos sermones a la clase y a su profesor. Así interpretan la predicación. Mas, ¿a quiénes van ellos a dirigirse al fin? No a su clase, sino a una congregación de santos y de pecadores. No hay hombre que pueda predicar de esa manera. Estos mal llamados sermones, por supuesto, después de recibir la crítica, se convierten en ensayos literarios. La gente no considera tales sermones, como sermones. La lectura de estos elegantes ensayos literarios para ellos no representa un sermón, sino una lectura. Algo gratificante para quien tiene gustos literarios, más no algo edificante, pues no satisface las necesidades del alma. Tampoco estas lecturas han sido calculadas para ganar almas para Cristo. A los estudiantes se les enseña a cultivar un fino y elevado estilo de escritura. Sin embargo, esto nada tiene que ver con la verdadera elocuencia, que brota en forma de una oratoria impresionante y persuasiva del alma encendida de un hombre educado, que ha tenido la libertad de derramar su corazón ante gente que espera con urgencia sus palabras.

Una mente reflexiva sentirá que está totalmente fuera de lugar el presentarle a almas inmortales que penden del borde de una muerte eterna, tales especímenes de conocimiento y retórica. Una mente reflexiva sabe que nadie que esté realmente en serio en la tarea de salvar almas hará algo semejante. El capitán de una compañía de bomberos, ante una ciudad que se incendia, no le lee a su gente un ensayo, ni exhibe la más fina retórica, cuando les grita para dirigir sus movimientos. Es una cuestión de urgencia, en dónde lo único que el capitán intenta es que cada palabra sea entendida. Este capitán está, junto a su gente, en medio de una grave tarea, y cualquier crítica que pudiera hacérsele al lenguaje que utiliza, estaría completamente fuera de lugar. Se trata de un asunto tan crítico y urgente que su compañía no puede esperar que limite su lenguaje y que les hablé con todo el adorno y la finura de un discurso estudiado. Así también sucede con todos los hombres que se han entregado con afán a alguna cosa. Su lenguaje es directo, simple, y al punto. Sus oraciones son cortas, convincentes y poderosas y apelan de forma directa a que quien escucha tome acción. Y es por esto que tales discursos surten efecto. Esta es la razón por la cual los ignorantes pastores metodistas, y antes de ellos, los fervorosos pastores bautistas, han producido mucho mayor efecto que los teólogos más versados y los más espléndidos expertos en divinidades. Estos pastores siguen siendo productivos hasta ahora. El simple esfuerzo de un exhortador común, con frecuencia, moverá a una congregación mucho más allá que cualquier exhibición espléndida de retórica. Los grandes sermones llevan a la gente a alabar a los predicadores, más la buena predicación lleva a alabar al Salvador.

Nuestras escuelas de teología serían de mucho más provecho si gran parte de su programa fuera la práctica. Una vez escuché a un maestro de teología leer un sermón acerca de la importancia de la predicación improvisada. Sus perspectivas al respecto eran correctas, más su práctica le contradecía por completo. Parecía que había estudiado el tema y que había alcanzado perspectivas prácticas de gran importancia. Sin embargo, hasta ahora no he sabido que alguno de sus estudiantes haya adoptado en la práctica dichas posturas, como tampoco él mismo las practica. He sabido que este maestro ha dicho que si él fuese a empezar su vida de predicador nuevamente, ejercería su profesión de acuerdo a sus perspectivas actuales, que lamenta que su educación haya estado equivocada en ese respecto y que, consecuentemente, sus prácticas también hayan sido erróneas. En nuestra escuela, nuestros alumnos han sido dirigidos--debo aclarar que no por mí--a pensar que deben escribir sus sermones y muy pocos de ellos, a pesar de todo lo que yo podría decirles, tienen el coraje de lanzarse y comprometerse a la predicación improvisada. Se les ha repetido una y otra vez: "no se les ocurra imitar al señor Finney. Ustedes no podrán ser señores Finney."

A los ministros no les agrada el ponerse de pie y hablarle a la gente lo mejor que pueden, y así hacer el hábito de aprender a hablarle al público. Para ellos lo propio es predicar, y si este "predicar" responde al uso tradicional del término, lo propio es escribir. Si esto es así, yo nunca he predicado. De hecho la gente me ha dicho con frecuencia: "Usted no predica. Usted lo que hace es hablarle a la gente". Un hombre, en Londres, volvió a su casa de una de nuestras reuniones con una profunda convicción. Había sido un escéptico. Su esposa, al verlo tan agitado le dijo: "Esposo, ¿has ido a escuchar al señor Finney predicar?". El respondió: "He estado en la reunión del señor Finney, pero él no ha predicado. Lo que hizo fue explicar lo que los otros predican". Esto, en sustancia, es lo que he escuchado una y otra vez. Me dicen: "Cualquiera puede predicar como usted. Usted solo le habla a la gente. Les habla como si estuviera en casa sentado en la sala de su casa". Otros han dicho: "Lo suyo no parece predicación. Es más bien como si el señor Finney me hubiera llevado a solas y estuviera conversando conmigo cara a cara".

Los ministros, en general, evitan predicar lo que sus escuchas podrían interpretar como un mensaje particular para ellos. Les predican acerca de otras personas y de los pecados de otros, en lugar de dirigirse a ellos y decirles: "ustedes son culpables de estos pecados"; y "el Señor requiere esto de ustedes." Usualmente predican acerca del Evangelio en lugar de predicar el Evangelio. Comúnmente predican acerca de los pecadores en lugar de predicarle a los pecadores. Calculadamente evitan entrar en lo personal, en el sentido de crear la impresión en alguno de que está hablando de él o de ella. Sobre esto, he considerado un deber el seguir otro curso y siempre lo he hecho. He tratado de hacer que toda persona presente sienta que me refiero a él o a ella. Y usualmente he dicho: "no piensen que estoy hablando de alguien más. Estoy hablando de usted, de usted y de usted". Los ministros siempre me han dicho que la gente no tolerará que haga eso, y que las personas se levantarán y saldrán por la puerta y nunca más irán a escucharme. Sin embargo esto no ha sido así. Como en todo lo que se dice, los resultados dependen mucho del espíritu con el que se dice. Si la gente ve que lo dicho ha sido en el Espíritu del amor, con el gran deseo de hacerles bien; si no pueden percibir en las palabras la ebullición de un desagrado personal, sino que más bien ven, sin poder negarlo, que les digo la verdad en amor, con el deseo supremo de procurar su salvación individual--muy pocos llegan a guardar resentimiento. Si en el momento se sienten señalados y reprendidos, también sienten la convicción de que lo necesitan y de que al final, de seguro, les hará un gran bien.

Usualmente le he dicho a la gente que se ha sentido ofendida: "a usted le resiente esto y ahora dice que se irá para no volver, sin embargo, volverá. Su propia convicción está de mi lado. Usted sabe que lo que le digo es verdad, que lo digo por su propio bien y que usted no puede continuar resintiéndolo". Estas palabras siempre resultaron ciertas. Muy rara vez he encontrado individuos que se alejaron permanentemente de nuestras reuniones al sentirse ofendidos con mi franqueza.

Mi experiencia ha sido, que aún en lo referente a la popularidad personal "la honestidad es la mejor política" de un ministro. Si lo que espera es mantener la confianza, el respeto y el afecto de cualquier congregación, debe ser fiel a sus almas. Debes permitirles ver que no les está cortejando con ningún propósito de popularidad, sino que está tratando de salvar sus almas. Los hombres no son tontos. No le tienen firme respeto a quien sube al púlpito a hablar cosas blandas, sino que en lo más íntimo de sus almas desprecian su discurso con cordialidad. No debe ningún ministro pensar jamás que se ganará el respeto permanente, ni que será permanentemente honrado por su gente, a menos que como un embajador de Cristo trate sus almas con fidelidad.

El gran argumento en oposición a mis perspectivas en cuanto a la predicación del Evangelio fue que no le daría suficiente instrucción a la congregación a menos que escribiera mis sermones. Han dicho que no debo estudiar, y consecuentemente, que aunque puede que tenga éxito como evangelista-- es decir, trabajando pocas semanas o meses en un lugar--jamás podría tener éxito como pastor predicando improvisadamente.

Tengo la mejor de las razones para creer que los predicadores que escriben sus sermones no le dan a su gente tanta instrucción como ellos piensan. La gente no recuerda sus sermones. En multitud de ocasiones he escuchado a la gente quejarse de esta manera: "no puedo llevarme a casa nada de lo que escuché en el púlpito". Me han dicho miles de veces: "siempre recordamos lo que le escuchamos a usted predicar. Recordamos su texto y la forma en la cual lo manejó, más no podemos recordar los sermones escritos".

He sido pastor por muchos años--desde 1832, esto es, por cuarenta años--y jamás he escuchado ninguna queja por no haber instruido a la gente. No creo que sea cierto que mi congregación no esté tan bien instruida, en lo que a la instrucción del púlpito concierne, como las congregaciones que reciben la prédica de sermones escritos. Es cierto que un hombre puede escribir sus sermones sin necesidad de mucho estudio, como también es cierto que puede predicar improvisando sin mayor estudio o pensamiento. Muchos sermones escritos que he escuchado manifiestan cualquier cosa menos un pensamiento certero y profundo. Mi hábito siempre ha sido el estudiar el Evangelio, y la mejor forma de aplicarlo, todo el tiempo. No me confino durante horas o días para escribir mis sermones, sin embargo mi mente siempre está ponderando las verdades del evangelio, y acerca de las mejores formas de hacer uso de ellas. Visito a la gente y aprendo de sus necesidades. Luego, a la luz del Espíritu Santo tomo un tema que creo va a satisfacer sus necesidades presentes. Pienso intensamente y oro mucho acerca del tema durante la mañana del Sabbat, por ejemplo, y dejo que mi mente se llene de él, y luego derramo mi mente ante la gente. Una gran dificultad que hay que considerar con los sermones escritos es que un hombre, luego de haber terminado su redacción, tiene que pensar muy poco acerca del tema. Tiene también que orar muy poco. Quizá repase su manuscrito el sábado en la noche o el Sabbat por la mañana, mas no siente ya la necesidad de ser ungido poderosamente, ni de que su boca le sea abierta y llena de argumentos, o de que sea capacitado para predicar todo lo que hay en su corazón. El hombre que hace esto está en reposo. Solo tiene que usar sus ojos y su voz para predicar a su manera, esto es, leer el sermón que ha escrito. Puede que este sermón se haya escrito hace años, o uno escrito por mismo ministro, palabra por palabra, a lo largo de la semana, más que ya en el día del Sabbat carece de frescura. Este sermón no sale necesariamente nuevo y fresco, como un mensaje ungido de Dios para su corazón, y por medio de su corazón a la gente. Estoy preparado para afirmar solemnemente que he estudiado mucho más por el hecho de no haber escrito mis sermones. He estado obligado a hacer familiares a mi mente los temas que he predicado, a llenar mi mente de ellos, y a luego hablárselos a la gente. Sencillamente anoto los puntos principales que deseo explicar en la forma más breve que me sea posible, y en un lenguaje que tal vez nunca usaré al momento de la predicación. Simplemente anoto el orden de mis proposiciones y de las posiciones que pretendo tomar, hago un diagrama de las observaciones y las inferencias a las que he llegado.

Sin embargo, a menos que los hombres estén dispuestos a intentar este sistema-- a menos que empiecen a hablarle a la gente lo mejor que puedan, manteniendo sus corazones llenos de la verdad y del Espíritu Santo, jamás podrán convertirse en predicadores que improvisen. Creo que media hora de discurso fervoroso a la gente, de semana a semana, y de tiempo en tiempo--si el discurso es puntual, directo, fervoroso, lógico--puede instruir a la gente mejor que dos elaborados sermones, de aquellos que preparan los que se los leen a sus congregaciones en el Sabbat. Creo que la gente recordará mucho más lo que se dijo, estará más interesada en el tema y se lo llevará consigo para ponderarlo en mucha más medida de lo que lo haría si hubiera recibido un elaborado sermón escrito.

Hace poco hablé del método que he adoptado en años recientes para prepararme para el púlpito. Cuando empecé a predicar, y por cerca de los doce primeros años de mi ministerio, no escribía ni una palabra, y comúnmente estaba obligado a predicar sin ninguna preparación, exceptuando la que había recibido en oración. Muchas veces fui al púlpito sin saber sobre qué texto debería hablar, o alguna palabra que debiera decir. Dependía de la ocasión y del Espíritu Santo para sugerirme el texto, y para que abriera en mi mente todo el tema; y ciertamente, en ninguna parte de mi ministerio he predicado con tanto éxito y poder como cuando lo hacía de esa manera. Si no predicaba por inspiración, no sabía como predicar. El que el tema se abriera en mi mente de forma sorprendente para mí era una experiencia común, y lo ha continuado siendo a lo largo de mi vida ministerial. Es como si pudiera ver con una claridad intuitiva exactamente lo que debía decir. Pelotones completos de pensamientos, palabras e ilustraciones, llegaban a mí tan rápido como me fuera posible pronunciarlas.

Cuando recién empecé a elaborar esquemas, los hacía después y no antes de la prédica. Esto lo hacía para preservar la línea de pensamiento que me había sido dada en ocasiones como las que he mencionado. Descubrí que cuando el Espíritu de Dios me había dado una perspectiva muy clara de determinado tema, no podía retenerlo después de predicar para poder usarlo en otra ocasión, a menos que anotara los pensamientos en un diagrama. Sin embargo, después de todo, nunca he sido capaz de usar antiguos esqueletos en toda su extensión cuando predico, sino que me es necesario remodelarlos y tener una perspectiva nueva y fresca dada por el Espíritu Santo. Casi siempre obtengo mis temas de rodillas, en oración y ha sido una experiencia común para mí que al recibir un tema de parte del Espíritu Santo, se produzca en mi mente una impresión tan fuerte como para hacerme temblar, haciéndome muy difícil el escribir. Cuando los temas me son dados de tal modo que siento que atraviesan mi alma y mi cuerpo, puedo, en pocos minutos, elaborar un esqueleto que me permite recordar las perspectivas presentadas por el Espíritu. Siempre he encontrado que estos sermones impactan grandemente a la gente.

Algunos de los sermones más reveladores que he predicado en Oberlin, me fueron dados después de que sonara la campana para la iglesia, y fui obligado a ir a la reunión a derramarlos desde el corazón sin haber escrito más que el más breve de los esqueletos, que muchas veces no cubrió ni la mitad de todo lo que trató mi sermón.

Esto lo digo, no por presumir, sino porque es un hecho y con la intención de darle la gloria a Dios y no a ninguno de mis talentos personales. Nadie debe pensar que estos sermones calificados como poderosos, fueron producto de mi cerebro, o de mi propio corazón independiente de la asistencia del Espíritu Santo. Estos sermones no fueron míos, sino del Espíritu Santo que habita en mí.

Tampoco nadie debe pensar que digo esto presumiendo de una inspiración superior prometida para los ministros, o de una inspiración que los ministros tengan derecho a esperar. Pienso que todos los ministros llamados por Cristo a la predicación del Evangelio, deben estar en tal sentido inspirados como para "predicar el Evangelio con el Espíritu Santo enviado desde el cielo". ¿Qué sino esto quiso decir Cristo cuando dijo: "Id y haced discípulos a todas las naciones--y he aquí yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo?". ¿Y qué quiso decir cuándo habló del Espíritu Santo, diciendo: "tomará de lo mío y se los hará saber." Y "Él os recordará todo lo que os he dicho?" ¿Qué quiso decir cuando dijo: "El que cree en mí, de su interior correrán ríos de agua viva?" Y "Esto habló del Espíritu Santo que habían de recibir los que creían en Él". Todos los ministros deberían y tienen que estar tan llenos del Espíritu Santo, que todo el que escucha debe tener la impresión de que "Dios ciertamente está en ellos".  

 

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