The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CHARLES FINNEY

1868

CAPITULO 5

EL INICIO DE MI OBRA COMO PREDICADOR MISIONERO

 

No deseaba ni esperaba trabajar en grandes pueblos o ciudades ni en medio de congregaciones cultivadas, pues no había recibido un entrenamiento regular para el ministerio. Mi intención era ir a nuevos asentamientos y predicar en casas escuela, graneros o arboledas lo mejor que pudiera. De acuerdo con esto, tan pronto fui licenciado para predicar y con el propósito de empezar mis relaciones con la región en la que pretendía trabajar, tomé una comisión de seis meses ofrecida por una Sociedad Femenina Misionera, ubicada en el condado de Oneida. Me dirigí al norte del condado de Jefferson para empezar mis labores en Evans' Mills, en el pueblo de Le Ray. En este lugar encontré dos Iglesias: una pequeña iglesia congregacional que no tenía ministro, y una iglesia bautista que sí tenía un pastor. Les presenté mis credenciales a los diáconos de la iglesia, quienes estuvieron gustosos de verme y enseguida empecé mis labores. En el pueblo no había una casa de reunión, pero las iglesias adoraban alternadamente en una casa escuela grande, hecha de piedra. Creo que esta escuela era tan grande como para acomodar a todos los niños de la villa. Los bautistas ocupaban la casa un Sabbath y los congregacionalistas el siguiente, por lo que solo podía hacer uso de ella para predicar pasando un sábado. Sin embargo sí podía usar la casa escuela en las noches tanto como me placiera. Por esto dividí mis sábados entre Evans' Mills y Antwerp, una villa que se encontraba a unas dieciséis o dieciocho millas de distancia, aún más al norte. Voy a relatar primero algunos hechos ocurridos en Evans' Mills durante esa temporada, y luego narraré brevemente lo ocurrido en Antwerp. Sin embargo, al haber predicado en forma alternada en estos dos lugares, los hechos se fueron dando de semana en semana, en el uno y en el otro lugar.

Empecé a predicar, como dije, en la casa escuela de Evans' Mills. La gente del lugar estaba muy interesada y se agolpó en masa para escucharme. Alabaron mi predicación y la pequeña iglesia congregacional empezó a crecer en interés, teniendo la esperanza de ser edificados y de que se produjera un avivamiento. En cada sermón cierta convicción de pecado tenía lugar, pero todavía no se evidenciaba una convicción general en la mente del público. Me sentía muy insatisfecho con el estado de las cosas y en uno de mis servicios de la noche, después de haber predicado durante dos o tres Sabbath y varias noches en la semana, le dije a la gente, al finalizar mi sermón, que había llegado a su pueblo para asegurar la salvación de sus almas. Que sabía que mi predicación había sido grandemente alabada por ellos, pero que después de todo, no había llegado para complacerles sino para llevarles al arrepentimiento. Les dije que no me interesaba lo bien que les pareciera mi predicación, si al final rechazaban a mi Señor. Añadí que algo estaba mal, ya en ellos o en mí, y que la clase de interés que manifestaban por mi predicación no les estaba haciendo ningún bien. Les dije que ya no podía invertir mi tiempo en ellos a menos que estuvieran dispuestos a recibir el evangelio. Luego, citando las palabras del siervo de Abraham les dije: "Ahora pues, si habéis de mostrar bondad y sinceridad con mi Señor, decídmelo, y si no, decídmelo también, para que vaya yo a la mano derecha o a la izquierda." Les lancé esta pregunta y los presioné con ella, e insistí en que debía de conocer el curso que pretendían seguir. Necesitaba saber si no tenían la intención de convertirse en cristianos y enlistarse para el servicio del Salvador para que mi trabajo no fuera en vano. Les dije: "Ustedes han admitido que lo que predico es el evangelio. Profesan creerlo. Más, ahora, ¿están dispuestos a recibirlo? ¿Tienen la intención de recibirlo o por el contrario, piensan rechazarlo? Algo deben de tener en mente en este respecto. Y he aquí, tengo el derecho de dar por sentado, siendo que han admitido que he predicado la verdad, que ustedes reconocen su obligación de convertirse al cristianismo. Ustedes no niegan que están obligados a eso. Más, ¿cumplirán con su obligación o van a desecharla? ¿Harán aquello que han admitido que deben de hacer? Si no lo harán, háganmelo saber para que me vaya a la mano derecha o a la izquierda".

Después de haberles confrontado con esto hasta que vi que lo habían entendido bien y que estaban muy sorprendidos con la forma en la que planteé el asunto, les dije: "Ahora necesito saber lo que piensan hacer. Quiero que aquellos de ustedes que hayan decidido convertirse en cristianos, y que vayan a hacer un compromiso para hacer las pases con Dios inmediatamente, se pongan de pie. Por el contrario, aquellos de ustedes que han resuelto no convertirse y que deseen hacerme entender esa decisión a mi y a Cristo, se quedarán sentados". Después de haber dejado esto claro les dije: "Quienes estén dispuestos a jurar ante mi y ante Cristo que inmediatamente harán las pases con Dios, por favor, pónganse de pie. Por el contrario, los que de ustedes deseen hacerme entender que permanecerán en su actitud actual, sin aceptar a Cristo, por favor, los que hayan tomado esa decisión, permanezcan en sus lugares". Se miraron entre ellos y me observaron, permaneciendo sentados, tal como lo esperaba. Después de mirar alrededor del lugar por breves minutos, dije: "Entonces han hecho su compromiso. Han decidido su postura. Han rechazado a Cristo y su evangelio; y ustedes mismos son testigos en su propia contra, como Dios también es testigo. Ha quedado explícito-- y así lo recordarán ustedes mientras vivan--que públicamente se han comprometido en contra del Salvador y que han dicho 'no queremos que este hombre, Jesucristo, reine sobre nosotros'". Este fue el sentido de lo que les urgí a hacer, en palabras muy cercanas a las que he escrito, según puedo recordar. Cuando empecé a urgirles empezaron a lucir molestos, y se levantaron y empezaron a salir en masa por la puerta. Cuando ya habían recorrido algún trecho hice una pausa y enseguida se voltearon para ver por qué me había detenido. Entonces les dije: "Siento mucha pena por ustedes, y volveré a predicarles una vez más, si el Señor lo permite, mañana en la noche."

Todos, menos el diácono McComber, abandonaron la casa. Él era diácono de la iglesia bautista del lugar. Noté que los congregacionalistas estaban confundidos. Eran pocos en número y débiles en la fe. Presumí que todos los miembros, de ambas iglesias que estuvieron presentes con excepción del hermano McComber, estaban sorprendidos y que habían concluido que el asunto estaba finiquitado--que por mi imprudencia había destruido toda aparente esperanza. El hermano McComber se acercó a mi y tomó mi mano sonriendo. "Hermano Finney, los agarró"--me dijo--"Confíe en que no podrán descansar después de esto. Los hermanos están desanimados, pero yo no. Creo que usted hizo justo lo que debía de hacerse y que veremos los resultados". Por su puesto, yo creía lo mismo. Mi intención era ponerles en una posición en la cual, por medio de la reflexión, temblaran ante lo que habían hecho. Sin embargo durante toda esa noche y el día siguiente estuvieron llenos de ira. El hermano McComber y yo acordamos en el lugar que pasaríamos el día siguiente en ayuno y oración, solos durante la mañana, y juntos en la tarde. Supe, en el transcurso de ese día que estaban amenazando con "echarme del pueblo", "bañarme con alquitrán y emplumarme", y "darme una carta de despido". Algunos de ellos me maldijeron, y dijeron que les había puesto bajo castigo, haciéndoles jurar que no servirían a Dios--que les había arrastrado a un juramento público y solemne para rechazar a Cristo y a su evangelio. Esto no fue nada menos de lo que esperaba. En la tarde el hermano McComber y yo nos dirigimos juntos a una arboleda y pasamos toda la tarde en oración. Justo al caer la tarde el Señor nos dio una gran seguridad y nos concedió la victoria. Ambos sentimos la fuerte certeza de que habíamos prevalecido para con Dios, y que en esa noche el poder de Dios se revelaría en medio de la congregación. Al acercarse la hora de la reunión dejamos el bosque y nos condujimos a la villa. La gente ya estaba entrando al lugar de adoración, y los que aún no estaban allí, al vernos conducirnos a la casa cerraron sus tiendas y sus negocios, echaron a un lado sus bates de pelota con los que jugaban en la grama, y fueron a llenar el sitio a su máxima capacidad.

Yo no había pensado en lo que iba a predicar esa noche--de hecho, en ese entonces esa era mi costumbre. Estaba lleno del Espíritu Santo y me sentía confiado de que cuando llegara el momento de la acción sabría que predicar. Tan pronto vi que la casa se llenó, de tal modo que no cabía nadie más, me puse de pie y según recuerdo, sin ninguna introducción formal de cánticos, empecé la predicación con estas palabras: "Decid al justo que le irá bien, porque comerá de los frutos de sus manos. ¡Ay del impío! Mal le irá, porque según las obras de sus manos le será pagado." Al iniciar con estas palabras, el Espíritu de Dios vino sobre mí con tal poder, que era como si sobre ellos se hubiera abierto una batería. Por más de una hora, y quizá por hora y media, la Palabra de Dios fluyó a través de mí hacía ellos de tal forma que podía ver como todos eran impactados por ella. La Palabra fue un fuego y un martillo rompiendo la roca, y como una espada que perforaba tanto el alma como el espíritu. Pude ver que una convicción general se esparció en toda la congregación. Muchos de ellos no podían si quiera levantar la cabeza. Esa noche no hice un llamado a revertir la acción que habían realizado la noche anterior, ni a cualquier otro compromiso de parte de ellos, sino que di por hecho durante todo el sermón que ellos se habían comprometido a ser enemigos del Señor. Al terminar señalé otra reunión y les despedí.

Mientras la gente se retiraba, observé en un lado de la casa a una dama en los brazos de algunas de sus amigas que le daban apoyo, y fui a ver que le sucedía, suponiendo que se trataba de un desmayo. Pronto me di cuenta de que la dama no se había desmayado, sino que no podía hablar. En su rostro se reflejaba una terrible angustia y me hizo saber que no podía emitir palabra. Les aconsejé a sus amigas que la llevaran a casa y que oraran con ella para ver qué hacía el Señor. Ellas me informaron que la dama era hermana del gran misionero William Goodell, de Constantinopla; y que ella había sido por varios años una buena miembro de la iglesia.

Esa noche, en vez de ir a mi alojamiento habitual acepté la invitación de una familia en cuyo hogar no había pernoctado hasta entonces. Temprano en la mañana me enteré de que me habían ido a buscar, en varias ocasiones durante la noche, a mi alojamiento habitual, para pedirme que visite familias que estaban en una terrible angustia mental. Esto me llevó a recorrer el pueblo, y en todos lados encontraba un maravilloso estado de convicción de pecado y de preocupación por sus almas. Después de haber permanecido muda por cerca de dieciséis horas, la boca de la señorita Goodell fue abierta y le fue dado un cántico nuevo. Ella fue sacada del pozo de la desesperación, del lodo cenagoso, y sus pies fueron puestos sobre la peña y de hecho, muchos vieron y temieron. Este suceso ocasionó que los miembros de la iglesia se auto examinaran con intensidad. La dama declaró que había estado completamente engañada. Que por ocho años había sido miembro de la iglesia y pensado que era cristiana. Más durante el sermón de la noche anterior había visto que nunca había conocido al Dios verdadero; y que cuando su carácter le fue presentado a su mente sus esperanzas "perecieron", según ella dijo, "como perece una polilla". Dijo que le fue presentada tal perspectiva de la santidad de Dios, que como una ola barrió sus argumentos y aniquiló su esperanza al momento.

En este lugar encontré cierta cantidad de deístas, algunos de ellos, hombres prominentes en la comunidad. Entre estos el encargado de un hotel de la villa, y otros hombres respetables que poseían una inteligencia mayor al promedio. Sin embargo, al parecer se habían unido para resistir el avivamiento. Cuando entendí con exactitud la postura que habían tomado, prediqué un sermón para satisfacer sus necesidades--pues asistían a las reuniones del Sabbath. Tomé está porción como el texto central de la prédica: "Espérame un poco, y te enseñaré; Porque todavía tengo razones en defensa de Dios. Tomaré mi saber desde lejos, Y atribuiré justicia a mi Hacedor". Fue a lo largo de sus argumentos, según entendía sus posturas, y Dios me dio la capacidad de echarlos abajo por completo. Tan pronto acabé la predica y despedí la reunión, el encargado del hotel, que era también el líder del grupo de los deístas, se acercó a mí con franqueza, tomó mi mano y dijo: "Señor Finney, estoy convencido. Usted le ha dado respuesta a todas mis dificultades. Ahora quisiera que venga a mi casa conmigo, quiero hablar con usted". No volví a escuchar más con respecto a la infidelidad de ese grupo, y si mal no recuerdo casi todos ellos, sino todos, fueron convertidos.

Había un hombre en el lugar, cuyo nombre no recuerdo--que no solo era un infiel, sino también un gran maldiciente de la religión, y que estaba muy molesto con el movimiento de avivamiento. Todos los días escuchaba sus maldiciones y sus blasfemias, más no hice comentarios públicos al respecto. Este hombre se rehusó a asistir a las reuniones. Más una mañana, cuando se encontraba en medio de su oposición y en todo el entusiasmo de su postura, súbitamente se cayó de su silla con un ataque. Se comprobó que se trataba de un ataque de apoplejía. Inmediatamente se llamó a un médico, quien luego de una breve auscultación, dijo que le quedaba poco tiempo de vida y que cualquier cosa que deseara decir, la dijera cuanto antes. Se me informó que solo tuvo fuerzas y tiempo para decir: "no permita que Finney ore sobre mi cadáver." Esta fue la última de sus oposiciones en aquel lugar.

Durante ese avivamiento me llamó la atención el caso de una mujer enferma en la comunidad, quien había sido miembro de la iglesia bautista y que era muy conocida, sin embargo la gente no podía dar testimonio de su piedad. La mujer estaba decayendo con rapidez por la tisis; y me rogaron que fuese a su casa a verla, para ver si me era posible sacarla del engaño. Fui, y tuve una larga conversación con ella. Me contó de un sueño que había tenido cuando era niña que le había hecho pensar que sus pecados habían sido perdonados. La mujer se refugiaba en eso y no había argumento que pudiera disuadirla. Traté de hacerle ver que no había evidencia en ese sueño de que se hubiera convertido. Le dije con franqueza que sus conocidos afirmaban que nunca había vivido una vida cristiana, y que nunca habían visto en ella evidencias de un temperamento cristiano; y que yo estaba allí para tratar de persuadirla para que renunciara a toda falsa esperanza y ver si le era posible aceptar a Jesucristo, para que así pudiera ser salva. Fui con ella lo más delicado que pude, más no dejé de hacerle entender lo que trataba de decirle. Sin embargo, ella se ofendió grandemente, y después de que me fui se quejó de que había tratado de quitarle las esperanzas y de alterar su mente. Dijo que fui cruel al tratar de alterar a una mujer tan enferma como ella de esa forma--al tratar de quitarle la paz de su mente. La mujer murió no mucho después. Sin embargo, su muerte muchas veces me ha recordado un libro del Dr. Nelson, llamado "La causa y la cura de la impiedad". Cuando esta mujer llegó a estar a punto de morir, sus ojos fueron abiertos y al parecer, antes de dejar este mundo, tuvo tal revelación del carácter de Dios, y de lo que es el cielo y de la santidad requerida para habitar en él, que gritó con agonía y exclamó que se iba al infierno. Se me confirmó que en ese estado expiró.

Estando en Evans' Mills, una tarde un hermano cristiano me buscó para pedirme que visitara a su hermana, quien, según me dijo, estaba decayendo por causa de la tisis y que era universalista. También me dijo que el esposo de la mujer era universalista, y que había sido él quien la había dirigido a esas creencias. El hermano me dijo que no me había pedido que fuera a verla cuando el marido se encontraba en casa, pues temía que el hombre mostrara un comportamiento abusivo--algo de lo que estaba seguro era capaz de hacer--pues el hombre se había determinado a que la mente de su esposa no fuera cuestionada en cuanto al asunto de la salvación universal, y a que se le permitiera morir en tal creencia. Este hermano me dijo que el esposo no se encontraba en casa en ese momento y me rogó que fuera a verla. Así lo hice y encontré que la mujer no estaba para nada en paz con ideas del universalismo. Después de haber conversado con ella por cierto tiempo renunció por completo a esas perspectivas. Me parece que declaró que nunca se había sentido segura de ellas, en todo caso, renunció a las mismas y creo que abrazó el evangelio de Cristo. Creo que se aferró a esta esperanza en Cristo hasta que murió.

El esposo regresó en la noche y se enteró por ella misma de lo que había sucedido. Él hombre estaba furioso e incluso juró "voy matar a Finney". Supe después que se había armado con un revolver cargado, y que esa noche se dirigió a la reunión en la que me encontraba predicando. Esto era algo que yo ignoraba al momento. La predicación de ese día tuvo lugar en una casa escuela a las afueras de la villa. La casa estaba bastante llena de gente, casi al punto de sofocación. Prediqué con todas mis fuerzas, y casi a mitad de mi discurso vi que un hombre de apariencia imponente, que se encontraba más o menos en la mitad del salón, cayó de su silla. Mientras caía al piso gemía, luego empezó a clamar o a gritar que se estaba hundiendo en el infierno. Esto lo repitió varias veces. La gente le conocía, más el hombre era un extraño para mí. Me parecía que nunca antes le había visto. Por supuesto, el hecho creó gran agitación. Interrumpí mi predicación. Tan grande era la angustia del sujeto que pasamos el resto de la noche orando por él. Cuando la reunión terminó sus amigos le ayudaron a ir casa.

La mañana siguiente pregunté por él y supe que había pasado toda la noche en vela, que había estado en gran angustia mental toda la noche y que al amanecer había salido, mas nadie sabía a dónde. No se escuchó de él hasta las diez en punto de la mañana. Yo estaba pasando la calle cuando lo vi venir de las afueras de la villa, aparentemente de alguna arboleda a cierta distancia. Cuando me percaté de él, se encontraba al otro lado de la calle, viniendo en dirección mía. Me reconoció y cruzó la calle para encontrarme. Cuando estuvo lo suficientemente cerca noté que había un brillo en su rostro. Le dije: "Bueno días, señor Comstock". "Buenos días"--respondió él y luego le dije: "¿Y cómo se siente su mente está mañana?". "OH, no lo sé"--me dijo--"Tuve una noche desastrosa, mas no podía orar en la casa; y pensé que si tan solo pudiera estar a solas, en algún lugar en el cual pudiera levantar el clamor de mi corazón, podría orar. En la mañana me dirigí al bosque" &endash; continuó diciendo--"mas cuando ya me encontraba allí me di cuenta de que no podía orar como pensaba. Creí que iba a poder entregarme a Dios; mas no podía hacerlo. Traté y traté y quedé desanimado." &endash; Siguió--"Finalmente vi que seguir era inútil; y le dije al Señor que había descubierto que estaba condenado y perdido, que no tenía corazón para orarle, ni para arrepentirme, que noté que me había endurecido tanto que ya ni siquiera podía entregarle mi corazón, y que por lo tanto solo podía dejar el asunto en Sus manos. Me puse a su disposición, no podía objetar lo que Él quisiera hacer conmigo si eso parecía bien a sus ojos, pues yo no tenía derecho a recibir su favor. Dejé toda la cuestión de mi salvación o de mi condenación en manos del Señor". "Y bien, ¿qué sucedió?" &endash;Le pregunté--"Pues, he descubierto que he perdido toda convicción. Me puse de pie y emprendí el regreso y mi mente estaba tan tranquila y en paz que creo que he contristado al Espíritu de Dios y que se ha alejado de mí y que mi convicción de pecado se ha ido." Continuó diciendo, "cuando venía por la calle noté que tanto así me había dejado toda convicción que ni siquiera podía dar cuenta de ella y que definitivamente debía de haberse alejado de mí el Espíritu Santo, mas cuando le vi a usted mi corazón empezó a arder y a encenderse dentro de mí; y en lugar de sentir deseos de evadirlo, me sentí muy impulsado a cruzar la calle para encontrarle". Debí haber dicho antes que cuando el señor Comstock se acercó a mí me levantó en brazos y giró una o dos veces antes de devolverme al piso. Esto sucedió, claro está, antes de nuestra conversación. Después de conversar un poco más le dejé sin expresar palabra alguna con respecto a su estado religioso. De cualquier modo, poco después este hombre llegó a un estado en su mente que le permitió entender que tenía esperanza. No volví a escuchar de oposición alguna de su parte.

Fue en este lugar cuando volví a ver a Padre Nash, el hombre que había estado orando con los ojos abiertos en la reunión en la cual el presbiterio mi licenció. Después de ese episodio, el Padre Nash sufrió de una inflamación en los ojos, y por varias semanas permaneció encerrado en una oscura habitación. No podía leer ni escribir. Supe que durante este tiempo se entregó casi exclusivamente a la oración. Allí experimentó un terrible repaso de toda su experiencia cristiana, y tan pronto como le fue posible ver, a través de un doble velo negro, emprendió la marcha para ir al rescate de las almas perdidas. Cuando Padre Nash llegó a Evans' Mills estaba lleno del poder de la oración. Se había convertido en otro hombre, en alguien totalmente diferente a lo que había sido en cualquiera de los episodios de su vida cristiana. Supe que tenía una "lista de oración", como él la llamaba, en la cual tenía anotado el nombre de personas a las que había hecho el objeto de su oración diaria. En ocasiones oraba por ellas varias veces al día. Al orar con él, y al escucharle orar en nuestras reuniones de oración, descubrí que tenía un maravilloso don de oración y que su fe era casi milagrosa.

Había un hombre de apellido Dresser, que tenía una taberna &endash; salón de mala muerte en una esquina de la villa y cuya casa era el punto de reunión de todos quienes se oponían al avivamiento. Estos lugares eran sitio de blasfemias, y él se estacaba por ser uno de los hombres más profanos, impíos y abusivos. Iba por las calles vociferando en contra del avivamiento y se tomaba particulares molestias para maldecir y blasfemar cuando veía a un cristiano, por la simple gana de herir sus sentimientos. Uno de los recién convertidos vivía casi al frente de su casa, y me dijo que tenía la intención de vender su propiedad y mudarse de vecindario, pues siempre que salía y Dresser le veía, le insultaba y maldecía, diciendo todo lo que podía para lastimarle. Creo que este hombre nunca había estado en nuestras reuniones, y que por supuesto era ignorante de todas las grandes verdades de la religión, y despreciaba todo oficio cristiano. Padre Nash nos escuchó hablar de Dresser como "un caso difícil", e inmediatamente puso su nombre en su lista de oración. Se quedó en el pueblo un día o dos y continuó su camino, teniendo en mente otro territorio para su trabajo. No muchos días después de esto, mientras celebrábamos una reunión en la noche con una gran audiencia, se apareció nada menos que el famoso Dresser. Su entrada al lugar creó un movimiento considerable y agitación en la congregación. La gente temía que hubiera venido para ocasionar un disturbio. El temor y la aversión hacia el hombre eran, creo yo, generales en medio de los cristianos y algunos se pusieron de pie y se retiraron. Yo le conocía de vista y mantuve mi mirada sobre él. Poco tiempo me tomó notar que no había venido en oposición, sino que su mente se encontraba en gran angustia. Se sentó y se retorció en la silla, estaba muy inquieto. Casi enseguida se puso de pie y tembloroso--pues temblaba de la cabeza a los pies--pidió que se le permitiera decir unas cuantas palabras. Le dije que podía hablar y procedió a hacer una de las confesiones más quebrantadora que he escuchado. Su confesión parecía abarcarlo todo--su trato a Dios, y su trato a los cristianos, al avivamiento y todo aquello que se considera bueno. Con esto se disolvió la resistencia en muchos corazones. Esta confesión fue el medio más poderoso que pudo usarse entonces para darle ímpetu a la obra. Poco después, Dresser profesó esperanza en Cristo, abolió toda la jarana y la profanidad de su salón y desde entonces, durante todo el tiempo que estuve en el lugar, y sé también que por mucho tiempo más después de mi partida, se sostuvo una reunión de oración en esa taberna - salón cada casi todas las noches.

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