The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CHARLES FINNEY

1868

CAPITULO 4

MI PRIMERA CONTROVERSIA DOCTRINAL CON MI PASTOR Y OTROS EVENTOS EN ADAMS

 

Poco después de mi conversión me reuní con mi pastor y tuve una larga conversación con él acerca de la Expiación. Mi pastor había estudiado en Princeton, y por su puesto sostenía la perspectiva de la "expiación limitada"--esto es, que la expiación se hizo en favor de los escogidos y que no estaba disponible para nadie más. La conversación duró casi medio día. El ministro sostenía que Cristo sufrió por los escogidos la pena literal de la ley divina--ósea, que sufrió justo lo que cada uno de los escogidos adeudaba de acuerdo a la justicia retributiva. Yo objeté que esto era absurdo, pues en ese caso Cristo habría sufrido el equivalente al sufrimiento eterno multiplicado por el número de escogidos. Por su parte, él insistió que dicha perspectiva era la verdad. Afirmó que Jesús pagó en forma literal la deuda de los escogidos, y que satisfizo completamente la justicia retributiva. Por el contrario, a mí me perecía que Jesús solo satisfizo la justicia pública, y que era eso únicamente lo que el gobierno de Dios pudo haber requerido. Para entonces yo era tan solo un niño en cuanto a la teología, un principiante en la religión y en el aprendizaje bíblico, sin embargo, notaba que el pastor no apoyaba sus perspectivas en la Biblia y así se lo dije. Lo único que yo había leído del tema era mi Biblia, y lo que había encontrado en ella en ese respecto lo había interpretado de la misma forma en la que hubiera entendido tales o similares pasajes en un libro de derecho. Para mí el pastor evidentemente había interpretado aquellos textos en conformidad con alguna teoría establecida de la Expiación. Nunca le había escuchado predicar las perspectivas que sostuvo en nuestra discusión, por lo que sus posiciones me tomaron por sorpresa. Traté de rebatirlas lo mejor que pude. Me atrevo a decir que mi pastor estaba alarmado de lo que él veía como una obstinación de mi parte. Para mí, la Biblia enseña con claridad que la Expiación se hizo para todos los hombres y no podía aceptar que él la limitara a tan solo una porción de favorecidos. Me era imposible admitir esta postura, pues no veía que él pudiera probarla en la Biblia con justicia. Sus reglas de interpretación no satisfacían mis perspectivas, eran mucho menos precisas e inteligibles a las que me había acostumbrado en mis estudios de derecho. Tampoco pudo responder satisfactoriamente a las objeciones que le presentaba. Le pregunté si acaso la Biblia no requería que toda persona que escuchara el evangelio se arrepintiera, creyera en el evangelio y recibiera salvación. Él admitió que de hecho la Biblia requería que todos creyeran y fueran salvos. Mas cómo podrían los hombres creer y aceptar una salvación que no había sido provista para ellos. Tan poco acostumbrado como estaba a las discusiones teológicas, recorrimos todo el campo de debate de los teólogos de la antigua y de la nueva escuela en el tema de la Expiación--como luego me enseñaron mis posteriores estudios de teología. No recuerdo haber leído jamás página alguna acerca del tema, excepto aquello que encontré en la Biblia. Nunca, que yo pudiera recordar, había escuchado un sermón o una discusión acerca de la Expiación. A mi modo de ver, era evidente que el señor Gale tenía una filosofía, una teoría que debía mantener a la luz de aquello que él entendía de la Biblia.

Está discusión se renovó con frecuencia y continuó durante todo el curso de mis estudios teológicos bajo la supervisión de mi pastor. Él expresaba preocupación de que yo no aceptara la fe ortodoxa. Creo que tenía la fuerte convicción de que yo estaba realmente convertido, mas también tenía el fuerte deseo de mantenerme dentro de las estrictas líneas de la teología de Princeton. Estaba convencido en su mente de que yo sería un ministro, y se preocupó de hacerme saber que si de hecho llegaba a convertirme en ministro, el Señor no bendeciría mi obra, y que su Espíritu no daría testimonio de mi predicación, a menos que yo predicase la verdad. En eso estábamos de acuerdo. Mas este no me parecía que fuere un fuerte argumento a favor de sus puntos de vista, pues también me informó--no en conexión con esta conversación en cuestión--que no sabía si alguna vez realmente había sido instrumental en la conversión de un pecador. Yo nunca le había escuchado predicar particularmente sobre el tema de la Expiación, e incluso creó que tenía temor de presentarle sus puntos de vista a la congregación. Estoy seguro de que su iglesia no hubiera abrazado su perspectiva de una Expiación limitada. Después de esto tuvimos conversaciones frecuentes, no solo del asunto de la Expiación, sino también acerca de varias cuestiones teológicas, de las cuales ya podré referirme con más detalle en lo posterior.

He dicho que en la primavera de ese año los antiguos miembros de la iglesia empezaron a disminuir en envolvimiento y en celo por Dios. Esto me entristecía grandemente a mí y a lo nuevos convertidos en general. Para este tiempo leí en un periódico un artículo cuyo titular versaba "Un avivamiento reavivado". En sustancia, el artículo decía que en cierto lugar se había producido un avivamiento durante el invierno; que éste había decaído en la primavera, y que gracias a la oración persistente en favor de un derramamiento continuo del Espíritu, el avivamiento había sido revivido poderosamente. Este artículo me provocó a un diluvio de llanto. Para ese momento me estaba hospedando con el señor Gale y le llevé el artículo. Yo estaba tan abrumado por la sensación de la bondad divina que escucha y responde oraciones y por la seguridad de que Dios oiría y daría respuesta a nuestras oraciones por el avivamiento de su obra de Adams, que fui por la casa llorando en voz alta como un niño. El señor Gale parecía sorprendido por mis sentimientos y me expresa confianza en que Dios reavivaría su obra. En él el artículo no dejó la impresión que dejó en mí.

En la siguiente reunión que tuvimos con los jóvenes propuse que observásemos tiempos de oración en nuestros closets en favor del avivamiento de la obra de Dios--que oráramos al amanecer, al medio día y en el ocaso en nuestros closets durante una semana, después de la cual nos reuniríamos nuevamente para ver qué más debía de hacerse. Ningún otro medio fue usado para el avivamiento de la obra. Mas el Espíritu de oración inmediatamente se derramó de forma maravillosa sobre los jóvenes convertidos. Antes de que acabara la semana, supe que algunos de ellos, cuando fueron a observar este tiempo de oración, perdieron sus fuerzas, y eran incapaces de levantarse de sus rodillas dentro de sus closets y que algunos de ellos se tendían postrados en el suelo y clamaban con gemidos indecibles por el derramamiento del Espíritu de Dios. El Espíritu se derramó, y antes de que la semana terminara, todas las reuniones estaban copadas de gente y había tanto interés en la religión como creo que lo hubo en todo el tiempo del avivamiento. Mas lamento decir que se cometió un error, o más bien debo decir que se cometió un pecado por parte de los miembros más antiguos de la iglesia que luego les desembocó en un gran mal. Como supe posteriormente, un número considerable de los miembros antiguos se resistieron a este movimiento de los nuevos convertidos. Estaban celosos del movimiento, no sabían qué hacer con él y sentían que los jóvenes eran demasiado atrevidos y que estaban muy desubicados al ser tan audaces y urgir tanto a los mayores de la iglesia. Esta postura terminó contristando al Espíritu de Dios. Después de que salí de Adams, el estado de la religión fue de bajada. El hermano Gale, el ministro, pronto fue retirado del pastorado, pues estaba mal de salud. Se fue al oeste, al estado de Oneida en Nueva York y se retiró en una granja, para ver si se recuperaba.

No fue mucho después de esto que empezó a existir alienación en medio de los miembros mayores de la iglesia, la que finalmente resultó en un gran mal para aquellos miembros que se permitieron resistir el avivamiento. Los jóvenes se mantuvieron bien. Hasta lo que sé, los convertidos casi en su mayoría, se mantuvieron constantes y han sido cristianos eficientes.

En la primavera de ese año que puse al cuidado del presbiterio como candidato a ministro del evangelio. Algunos de ellos me urgieron a ir Princeton para estudiar teología, pero no accedí. Cuando me preguntaron por qué no iría a Princeton, les dije que mis circunstancias financieras no me lo permitían, lo cual era verdad. Entonces dijeron que ellos se ocuparían de que mis gastos fueran cubiertos. Aún así me rehusé. Entonces me urgieron a darles las razones y simplemente les dije que no me pondría bajo la influencia en la que ellos habían estado; que estaba convencido de que habían sido incorrectamente educados y que no eran ministros que cumplieran con el ideal de lo que yo entendía que un ministro de Cristo debía de ser. Me fue difícil decirlo, mas era la única manera de ser honesto. Señalaron a mi pastor, el señor Gale, como superintendente de mis estudios. Él puso a mi disposición su biblioteca y dijo que daría la atención que fuera necesaria para la totalización de mis estudios teológicos. Pero mis estudios, en lo que respecta al hecho de que él fuera mi maestro, fueron poco más que polémicos.

El señor Gale sostenía la doctrina presbiteriana del pecado original, o de que la constitución humana estaba moralmente depravada. También sostenía que el hombre era completamente incapaz de cumplir con los términos del evangelio, de arrepentirse, creer, o de hacer nada de lo que Dios requería. Creía que aunque los hombres eran libres con respecto a toda clase de maldad, es decir, en el sentido de estar en capacidad de cometer cualquier pecado, no eran libres para con cualquier cosa que fuera buena. Que Dios había condenado al hombre por su naturaleza pecaminosa, y además le condenaba por sus transgresiones haciéndole merecedor de muerte eterna, y de maldición. También sostenía que las influencias del Espíritu de Dios en la mente de los hombres eran físicas, y que actuaban directamente sobre la sustancia del alma. Los hombres eran pasivos en la regeneración, y en resumen sostenía todas esas doctrinas que lógicamente se desprenden del hecho de una naturaleza pecaminosa en sí misma. Yo no podía recibir estas doctrinas. No podía recibir sus posturas en cuanto a la Expiación, la regeneración, la fe, el arrepentimiento, la esclavitud de la voluntad, ni ninguna otra de las doctrinas afines. Sin embargo él era bastante tenaz con estas doctrinas, y a veces se veía no poco impaciente de que no las recibiera sin cuestionamientos. Él solía insistir en que si yo razonaba el tema caería en la infidelidad. Luego me recordaba que algunos de los estudiantes de Princeton se fueron en calidad de infieles por haber razonado el tema, y por no haber aceptado la confesión de fe, y la enseñanza de los doctores de la escuela. Más allá de eso me advirtió repetidamente, y muy sentidamente, que nunca llegaría a ser útil como ministro a menos que abrazara la verdad, esto es, la verdad que él creía y enseñaba. Yo Estaba seguro de mi disposición a creer las enseñanzas que encontraba en la Biblia, y así se lo manifesté. Teníamos muchas discusiones prolongadas, y comúnmente regresaba de su estudio grandemente deprimido y desanimado, y diciéndome a mí mismo: "No puedo abrazar estas perspectivas pase lo que pase. No puedo creer que sean lo que la Biblia enseña". Muchas veces estuve a punto de abandonar los estudios para ministro.

Solo había una persona en la iglesia a quien le había abierto mis pensamientos con libertad acerca del tema, el anciano Hinman, un hombre de oración y muy piadoso. Él había sido educado en las perspectivas de Princeton, y sostenía fuertemente las altas doctrinas del calvinismo. Sin embargo, a medida que conversábamos con frecuencia y largamente, quedó convencido de que yo estaba en lo correcto, y frecuentemente me buscaba para tener periodos de oración juntos, para fortalecerme en mis estudios y en mis controversias con el hermano Gale, y para afirmarme, cada vez más, en que pase lo que pase, predicaría el evangelio. Varias veces se quedó conmigo cuando me encontraba en un estado de gran depresión, después de estudiar con el hermano Gale. En esos períodos me acompañaba a mi habitación--a veces hasta muy entrada la noche--para clamar a Dios por luz y fortaleza, y por fe para aceptar su perfecta voluntad. Este anciano de la iglesia, de edad avanzada, vivía a más de tres millas de distancia de la villa, y con frecuencia se quedaba conmigo hasta las diez u once de la noche, para luego irse caminando a casa. ¡OH, aquel amado anciano! Tengo razones para creer que oró por mí hasta el último de sus días. Después de que entré al ministerio, y de que se levantará contra mi prédica gran oposición, él me dijo: "OH, mi alma está tan cargada que oro por usted día y noche. Más estoy seguro de que Dios le ayudará. Continúe, continúe hermano Finney, el Señor le librará."

Cierta tarde el señor Gale y yo tuvimos una larga conversación acerca de la expiación cuando llegó la hora de dirigirnos a la reunión con la congregación. Continuamos nuestra conversación en el tema hasta que llegamos a la casa de reunión. Como habíamos llegado temprano, y muy poca personas estaban en el lugar, continuamos hablando. La gente siguió llegando y a medida que pasaban al lugar se sentaban y escuchaban lo que decíamos con gran atención. Nuestra discusión era fervorosa, aunque confió que conducida por el espíritu cristiano. El interés crecía en la gente a medida que más personas llegaban y escuchaban. Cuando dijimos que ya era tiempo de ponerle fin al tema para dar comienzo a la reunión, nos rogaron insistentemente que sigamos con el diálogo y que permitamos que éste se convirtiera en la reunión. Así pasamos toda la velada, creo yo, para satisfacción de los presentes y confió también, que para su edificación en algunos de aquellos puntos.

Después de haber estudiado teología por algunos meses, y de que la salud del señor Gale le impidiera predicar, un ministro universalista llegó a la villa y empezó a promulgar sus objetables doctrinas. La porción de la comunidad que se mantenía impenitente se veía muy dispuesta a escucharle, y finalmente el interés creció tanto en la gente que un gran número de personas parecían estar confundidas en su mente en cuanto a las perspectivas que comúnmente recibían de la Biblia. Estando las cosas así, el señor Gale y otros ancianos de la iglesia quisieron que me dirigiera al pueblo con respecto al tema, y viera si me era posible responder a los argumentos del universalista. Los mayores esfuerzos del universalista estaban orientados, por su puesto, a demostrar que el pecado no merece castigos eternos. Arremetió contra la doctrina del castigo eterno, calificándola de injusta, infinitamente cruel y absurda. Afirmaba que Dios era amor, y cuestionaba cómo era posible que un Dios de amor castigara al hombre eternamente. Una noche, en una de nuestras reuniones me puse de pie y dije: "El predicador universalista sostiene doctrinas que son nuevas para mí, y que considero que no son enseñadas en la Biblia. Mas voy a examinar el tema y si no puedo demostrar que sus posturas son falsas, yo mismo me convertiré al universalismo."

Luego señalé una reunión para la semana siguiente, tiempo en el cual propuse llevar a cabo una lectura en oposición a las perspectivas del universalista. Se puede decir que los cristianos estaban alarmados de mi osadía, al haber afirmado que me haría universalista si no me era posible probar la falsedad de sus doctrinas. Por mi parte, yo me sentía seguro de poderlas rebatir. Cuando llegó la noche señalada la casa de reunión estaba llena a capacidad. Empecé con la cuestión de la justicia del castigo eterno, y la discutí a lo largo de esa reunión y de otra al día siguiente. Con esto quedó esclarecido el dilema de la justicia del castigo eterno, creo yo, para la satisfacción general de todos los que se encontraban presentes. Escuché por todas partes que el curso de los argumentos presentados había sido conclusivo, y la gente se preguntaba por qué el señor Gale no había discutido antes el tema y protegido así a la gente del universalismo.

El mismo universalista notó que la gente se había convencido de que él estaba en un error, entonces tomó otra dirección. El señor Gale, y con él su escuela de teología, sostenían que la expiación de Cristo había sido un pago literal de la deuda de los elegidos, el sufrimiento de justo aquello que los elegidos merecían sufrir; para que de esta manera los escogidos fueran salvos en base a los principios de la justicia exacta, así Cristo había cumplido totalmente con las demandas de la ley, en lo que respecta a los escogidos. El universalista se aprovechó de esto, asumiendo que esa era la verdadera naturaleza de la Expiación. Ahora solo debía probar que la Expiación se había hecho para todos los hombres, y luego podría probar que todos los hombres iba a ser salvos, pues la deuda de toda la humanidad había sido literalmente pagada por el Señor Jesucristo; y por lo tanto gracias a la Expiación el universalismo tendría como base la justicia, pues Dios no podría castigar aquellos cuya deuda ya había sido cancelada. Pude ver, y la congregación conmigo--aquellos que entendían la postura del señor Gale--que el universalismo había arrinconado a nuestro ministro. Pues era sencillo probar que la expiación se había hecho en favor de todos los hombres; y si la naturaleza y el valor de la Expiación estaban de acuerdo con la perspectiva del señor Gale, la salvación universal era el resultado ineludible. Esto volvió a desviar a la gente. El señor Gale me mandó a llamar y me pidió que diera respuesta a las posturas del universalista. Gale dijo que sabía que la cuestión acerca de la justicia del castigo eterno había quedado clara, pero que ahora yo debía responder a los argumentos universalistas en base al evangelio. Le respondí: "señor Gale, no puedo hacer lo que me pide sin contradecir y echar a un lado sus perspectivas del tema. Con su postura acerca de la Expiación no es posible dar respuesta al universalista. Pues si realmente usted tuviera la perspectiva correcta, la gente podría ver con facilidad que la Biblia prueba que Cristo murió por todos los hombres, por todo el mundo pecador; y por lo tanto, a menos que usted me permita barrer sus perspectivas de la expiación por completo, no puedo decir nada en absoluto". Gale respondió: "bien, nunca sería apropiado dejar la cosa como está. Diga lo que le plazca, solo vaya y respóndale a su manera. Si encuentro necesario predicar acerca de la Expiación, me veré obligado a contradecirlo". "Muy bien"--le respondí--"permítame mostrar mis posturas y podré responderle al universalista, y usted podrá decirle a la congregación lo que desee más adelante". Fijé, entonces, una lectura acerca de los argumentos del universalista hallados en el Evangelio. Ofrecí dos lecturas acerca de la Expiación. En éstas, creo yo, logré mostrar que la Expiación no consistió en un pago literal por la deuda de los pecadores, según afirmaba universalista. Que la Expiación solo concede salvación a todos los hombres posibles, y que por sí misma no obliga a Dios a salvar a nadie. Por esta razón, no es cierto que Cristo sufrió la justa proporción que merecían sufrir aquellos por quienes murió. Que estas cosas no eran enseñanzas Bíblicas, y que por lo tanto no eran ciertas. Por el contrario, mostré que Cristo murió simplemente para remover un obstáculo insuperable que le impedía a Dios otorgar perdón a los pecadores; y para que él pudiera proclamar una amnistía universal, invitando a todos los hombres a que se arrepintieran, creyeran en Cristo y aceptaran la salvación. Así Cristo, en lugar de estar obligado a satisfacer la justicia retributiva y sufrir justo lo que los pecadores merecían, solo satisfizo la justicia pública, honrando la ley, tanto en su obediencia como en su muerte, haciendo posible que le fuera seguro a Dios perdonar el pecado-- el pecado de cualquier ser humano y de todos aquellos que se arrepintieran y creyeran en Cristo. Sostuve que Cristo, en su Expiación, meramente cumplió con aquello que era una condición necesaria para que el pecado fuera perdonado, y no con algo que pudiera cancelar el pecado, en el sentido de haber pagado en forma literal la deuda de los pecadores.

Con esto se dio respuesta al universalista y se puso fin a cualquier intento o emoción posterior con respecto al tema. El resultado curioso fue que con estas lecturas se aseguró la conversión de la joven por cuya salvación, como lo dije antes, había estado ofreciendo oraciones fervorosas y agonizantes. Esto causó gran asombro en el señor Gale, pues quedó manifiesto que el Espíritu de Dios había bendecido mis posturas acerca de la Expiación, pues él había insistido con urgencia que Dios no iba a bendecir mis perspectivas en el tema. Creo que esto lo impulsó muchísimo a considerar si estaba o no en lo correcto en sus creencias de la Expiación. Pude ver en las conversaciones con él que estaba muy sorprendido que mi perspectiva de la Expiación hubiera sido instrumental en la conversión de la joven dama. Al fin y al cabo, después de las grandes luchas en mis estudios teológicos con el señor Gale, el presbiterio finalmente se reunió en Adams para examinarme, y ver si acordaban licenciarme para la predicación del evangelio. Yo estaba a la espera de grandes dificultades durante mi examen, sin embargo me encontré con mucha apertura. La bendición manifiesta en mis conversaciones, mis enseñanzas acerca de la oración y mis conferencias en nuestras reuniones, y también las lecturas de las que he hablado, en mi forma de ver, les llevaron a ser más prudentes de lo que hubieran sido al encarar una controversia conmigo. Evitaron, en el curso del examen, hacer cualquier tipo de preguntas que pudieran provocar respuestas que pusieran en conflicto mis perspectivas con las suyas.

Una vez que me hubieron examinado votaron unánimemente para concederme licencia para predicar. Para mi sorpresa me preguntaron si había recibido la confesión de fe de la iglesia presbiteriana. Yo no había examinado esta confesión--esto es, el largo documento que contenía el catequismo y la confesión presbiteriana. Esto no había sido parte de mis estudios. Respondí que, según lo entendía, la había recibido en la sustancia de la doctrina. Mas lo dije en una forma, según creo, en la que quedaba implícito que no pretendía conocer mucho acerca de ella. De cualquier modo, contesté con honestidad, según lo que hasta ese momento estaba claro para mí. También escucharon los sermones de prueba que había escrito en base a textos que me habían sido dados por el presbiterio, y repasaron todos los detalles que eran normales en ese tipo de examen.

En esta reunión con el presbiterio vi por primera vez al reverendo Daniel Nash, a quien generalmente se le conocía como el "Padre Nash". Él era miembro del presbiterio. En Adams, una gran multitud se había congregado para escuchar mi examen. Yo llegué un poco tarde y vi a un hombre en el púlpito. Suponía que le hablaba a la congregación. A medida de que entré observé que me miró y que miraba al resto de las personas que ingresaban al lugar mientras recorrían los pasillos. Cuando llegué a mi asiento y me dispuse a escuchar noté que estaba orando. Observé con sorpresa cómo miraba a la gente, como si se estuviera dirigiendo a ellos, cuando realmente estaba orando a Dios. Por su puesto, para mí sus palabras no se oían como una oración. De hecho en ese momento él se encontraba en un estado bastante frío y apóstata. He mencionado al Padre Nash en esta ocasión porque también más adelante me referiré a él.

En el Sabbath siguiente a mi licenciatura prediqué para el hermano Gale. Cuando terminé y bajé del púlpito me dijo: "Señor Finney, me dará mucha vergüenza que se sepa en donde quiera que usted vaya que estudió teología conmigo". Este comentario era típico de él, y muy semejante a los que me hacía con frecuencia, por lo que hice poco o ningún comentario. Bajé la cabeza desanimado y me marché. Más adelante Gale llegaría a ver el asunto muy diferente y aún me diría que bendecía al Señor porque en medio de todas nuestras controversias y de todo lo que me había dicho, no había tenido la menor influencia para cambiar mis perspectivas. Llegó a confesar su error con franqueza en cuanto a la forma en la que me había tratado y hablado, y dijo también que si le hubiera escuchado me habría arruinado como ministro.

El hecho es que la educación del hermano Gale para mi preparación como ministro fue por completo defectuosa. Gale estaba embebido en un conjunto de opiniones, tanto teológicas como prácticas, que le eran como una camisa de fuerza. De poco o nada le hubiera servido el exponer los principios que abrazaba. Tuve que hacer uso de su Biblioteca y escudriñarla de arriba a bajo en las cuestiones teológicas en las que iba a examinárseme; y mientras más examinaba los libros, más insatisfecho me sentía. Estaba acostumbrado a los razonamientos lógicos y conclusivos de los jueces que encontraba documentados en los libros de derecho. Sin embargo cuando acudía a la biblioteca de Gale, una biblioteca de la vieja escuela, para mi insatisfacción, no encontré casi nada probado. Estoy seguro de que esto no se debió a que yo estuviera opuesto a la verdad, más si estaba insatisfecho de que sus posiciones no fueran razonables o tuvieran un sustento aceptable. Con frecuencia me parecía que establecían algo, más probaban otra cosa, y muchas veces se quedaban cortas en demostrar lógicamente cosa alguna. Finalmente le dije al señor Gale: "Si no hay nada mejor que yo pueda encontrar en su Biblioteca para sustentar las grandes doctrinas enseñadas por nuestra iglesia, entonces debo convertirme en infiel". Yo siempre he creído que si no hubiera sido el Señor mismo quien me llevó a ver la falacia de esos argumentos y la manera en la que la verdad debe ser establecida a partir de la Biblia, y si no se me hubiera revelado Él mismo de manera personal de tal forma que no pudiera dudar de la verdad de la religión cristiana, hubiera estado forzado a declararme infiel.

Al principio, siendo que yo no era un teólogo, mi actitud con respecto a las peculiares perspectivas de mi pastor era más bien de rechazo o de negación y no de oposición a ninguna de sus perspectivas positivas. Lo que le decía era: "sus perspectivas no han sido probadas." También le decía con frecuencia: "sus puntos de vista no son susceptibles a prueba". Así lo pensaba entonces y aún lo creo ahora. Sin embargo él insistía en que yo no debía diferir de las opiniones de tan grandes y piadosos hombres, quienes después de mucha consulta y deliberación, habían llegado a tales conclusiones. Que era impropio de mí, un joven educado en leyes y sin educación teológica, oponerme a las perspectivas de aquellos grandes hombres y profundos teólogos cuyas opiniones yo había encontrado en su biblioteca. Gale insistía en que si yo persistía en satisfacer mi inteligencia en esos puntos por medio de argumentos, debería ser un infiel; y en que yo debía aceptar estas opiniones, porque eran opiniones de hombres que sabían mucho más que yo. El creía que las decisiones de la Iglesia debían de ser respetadas por los jóvenes como yo, y que yo debía de rendir mi propio razonamiento a la de aquellos de tenían una sabiduría superior. No puedo negar que había una fuerte presión, pero aún así me encontraba supremamente incapaz de aceptar esas doctrinas como dogmas. Cuando trataba de aceptar estas doctrinas como dogmas, simplemente no podía hacerlo. No podía hacerlo de forma honesta; no me hubiera sido posible respetarme a mí mismo si lo hubiera hecho. A menudo, después de despedirme del señor Gale, iba a mi habitación y pasaba largo rato en mis rodillas con mi Biblia. En esos días de controversia solía leer mucho la Biblia de rodillas, suplicándole al Señor que me enseñara su mente con respecto a esos temas. No tenía otro lugar a dónde ir sino a mi Biblia y a la filosofía de mi mente o a la forma en que ésta opera, según se me revelaba estando consciente. Mis perspectivas fueron tomando un tipo positivo lentamente. Primeramente, me encontré a mí mismo incapaz de recibir los peculiares puntos de vista de Gale. Segundo, gradualmente fui formando perspectivas propias en oposición a las otras. Fui abrazando perspectivas que para mí estaban inequívocamente enseñadas en la Biblia.

Más debo decir que no solo fueron sus perspectivas teológicas las que atrofiaron la efectividad del señor Gale, sino también sus perspectivas prácticas que eran igualmente erróneas. Por eso le profetizó a mis perspectivas toda clase de mal. En primer lugar, dijo que el Espíritu de Dios no aprobaría o colaboraría con mis obras; segundo, que si me dirigía a las personas, como era mi intención hacerlo, no me escucharían y que se apartarían de mí; tercero, que si acudían a mis prédicas por un corto tiempo, pronto se disgustarían y mi congregación se desintegraría; cuarto, que a menos que escribiera mis sermones pronto me haría obsoleto y poco interesante y perdería la atención de la gente; y quinto, que dividiría y dispersaría a la congregación en vez de edificarles en cualquier lugar en donde predicara. De hecho encontré que sus perspectivas eran casi lo opuesto a las que yo entretenía con respecto a todas las cuestiones básicas relacionadas a mi obligación como ministro. No me extraña, como tampoco me extrañó en el momento, que al ministro Gale le chocaran mis perspectivas y propósitos en relación a la predicación del evangelio. Con la educación que él había recibido no podía ser de otra manera. Él era fiel a sus perspectivas y lograba muy pocos resultados. Yo era fiel a las mías, y gracias a la bendición de Dios los resultados eran los opuestos a los que Gale había vaticinado. Cuando este hecho se hizo evidente en mis obras, estremeció por completo su educación práctica y teológica como ministro. Debo mencionar aquí que el resultado de esto fue que sus esperanzas como cristiano quedaron aniquiladas, pero finalmente se convirtió en otro hombre en su calidad de ministro.

Había, sin embargo, otro defecto en la educación del hermano Gale. Un defecto que yo llegué a considerar como fundamental. Si alguna vez se convirtió a Cristo, falló en recibir la unción divina del Espíritu Santo que le hubiera dado poder en el púlpito y en la sociedad para la conversión de las almas. Se había quedado corto al no recibir el bautismo del Espíritu Santo, algo indispensable para el éxito ministerial. Cuando Cristo comisionó a sus discípulos para ir y predicar, les dijo que permanecieran en Jerusalén hasta que recibieran poder de lo alto. Este poder, como todos sabemos, era el bautismo del Espíritu Santo derramado sobre ellos en el día de Pentecostés. Este era un requisito fundamental para el éxito en sus ministerios. No supuse entonces, como tampoco lo supongo hoy en día, que este bautismo consistía simplemente en el poder de obrar milagros. El poder para obrar milagros y el don de lenguas fueron dados como señales de la realidad de su comisión divina. Mas el bautismo en sí mismo era un purificador divino, que les llenó de fe y amor, de paz y de poder, para que así sus palabras fueran agudas en los corazones de los enemigos de Dios, y fueran prontas y poderosas, como espadas de dos filos. Esta es la cualidad indispensable de un ministro exitoso. Sin embargo esta porción de las calificaciones ministeriales no era poseída por el hermano Gale. Aún me causa mucho dolor y sorpresa el que hasta el día de hoy se exija tan poco esta cualidad en quienes predican el evangelio en un mundo pecador. Sin la instrucción directa del Espíritu Santo un hombre jamás logrará mucho progreso en la predicación del evangelio. De hecho, a menos que pueda predicar el evangelio a partir de la experiencia, y presentar la religión como un asunto del que está él mismo consiente, sus especulaciones y sus teorías estarán muy lejos de lo que realmente es predicar el evangelio.

He dicho que después de estas cosas el señor Gale llegó a la conclusión de que él mismo no estaba convertido. Si esto fue cierto o no mientras estuve bajo su ministerio, es algo que yo no puedo decir. No dudo, sin embargo, que era un hombre sincero, y un buen hombre en el sentido de haber sostenido sus opiniones con honestidad. Pero había penosos defectos en su educación, tanto en la teológica como en la filosófica, en su educación práctica y especialmente en la espiritual. Carecía de la unción que es siempre esencial en la preparación de un ministro del evangelio. En lo que pude conocer de su estado espiritual, ni siquiera tenía la paz del evangelio mientras estuve bajo su ministerio, y ciertamente tampoco poseía el poder del evangelio. No vaya a pensar el lector por causa de lo que he dicho que yo no amaba o no tenía un gran respeto por el señor Gale. Le amé y le respeté. Hasta lo que sé, él y yo conservamos la más firme de las amistades hasta el día de su muerte. He dicho lo que he dicho con respecto a sus puntos de vista, pues temo que es algo que se aplica a la mayoría de ministros el día de hoy. Creo que sus perspectivas prácticas en su predicación del evangelio, sin importar cuáles sean sus perspectivas teológicas, son muy defectuosas; y que carecen de la unción y del poder del Espíritu Santo, y este es un defecto radical en la preparación de un ministro. Al decir esto mi intención no es censurar, más lo digo como algo que ha estado por mucho tiempo en mi mente, y sobre lo cual, de hecho, siempre he tenido oportunidad de llorar. Al haberme relacionado cada vez más con el ministerio en este y en otros países, me he persuadido de que aún con todo su entrenamiento, disciplina y educación, los ministros son pobres en sus perspectivas en cuanto a la forma más eficaz de presentar el evangelio al hombre, en sus perspectivas en cuanto a adaptar medios para asegurar el fin, y especialmente en su falta de poder en el Espíritu Santo.

Ha hablado largamente de mi prolongada controversia con mi profesor de teología, el hermano Gale. Después de reflexionar creo que me es necesario establecer con más claridad algunos de los puntos sobre los cuales discrepamos ampliamente. No me era posible aceptar esa ficción teológica llamada imputación. A continuación voy a declarar, lo más claro que pueda, la base sobre la cual él se sostuvo e insistió. En primer lugar, Gale sostenía que la culpa de la primera transgresión de Adán le era literalmente imputada a toda su posteridad; y siendo así todos sus descendientes estaban justamente sentenciados y expuestos a la condenación eterna del pecado de Adán. En segundo lugar, el ministro sostenía que habíamos recibido de Adán, por generación natural, una naturaleza completamente pecaminosa y moralmente corrupta en todas nuestras facultades de alma y cuerpo, de tal modo que somos absolutamente incapaces de hacer ningún acto aceptable a Dios, y necesariamente por causa de esta naturaleza pecaminosa, transgredimos totalmente la ley de Dios en cada acción de nuestras vidas. Él insistía que éste era el estado en el cual todos los hombres habían caído por causa del primer pecado de Adán. Por esta naturaleza pecaminosa, recibida de Adán por generación natural, toda la humanidad merece y está también sentenciada, a condenación eterna. Luego, tercero, en adición a esto, Gale sostenía que todos estamos justamente condenados y sentenciados a maldición eterna por nuestras propias e inevitables transgresiones de la ley. Con lo cual nos hacemos justos merecedores a ser sujetos de triple condenación eterna. Ahora, la segunda parte de esta "maravillosa" imputación sigue así: El pecado de todos los escogidos, tanto el original como el actual--esto es, la culpa del pecado de Adán, en lo que respecta a los escogidos, junto a la culpa de sus propias naturalezas pecaminosas, y la culpa de sus propias transgresiones personales, le son literalmente imputadas a Cristo; y por lo tanto el gobierno divino considera a Cristo como la corporización de todos los pecados y la culpa de los escogidos. Cristo asume la culpa del pecado de Adán que le fue imputado a los escogidos; asume la culpa de su naturaleza pecaminosa, y también la culpa de sus transgresiones personales, y el gobierno de Dios le trata de acuerdo a esto--quiere decir, que el Padre castiga al Hijo en la proporción precisa de castigo que todos los elegidos merecen, incluyendo el merecimiento de la triple condenación que cada persona merece, y esto se multiplica por el número total de los escogidos. Por lo tanto no hay misericordia en salvarles de la penalidad de la ley o en su perdón, pues la deuda de los escogidos ha sido completamente pagada con el castigo de Cristo, y los elegidos ahora son salvos en base a los principios de la justicia exacta.

La tercera rama de esta ficción teológica es la siguiente: Primero, la obediencia de Cristo a la ley divina le es literalmente imputada a los escogidos, para que en Él sean considerados como si siempre hubieran obedecido la ley en forma perfecta. En segundo lugar, la muerte de Cristo por ellos también le es imputada a los elegidos, para que en Él ellos también sean considerados como si hubieran sufrido todo lo que merecían por causa del pecado de Adán que les fue imputado, por su naturaleza pecaminosa y también por todas sus transgresiones personales. Tercero, en consecuencia, para su seguridad los elegidos han primero obedecido la ley de forma perfecta, y luego en y para su seguridad han sufrido la completa penalidad a la que fueron sujetos en consecuencia de la culpa de Adán que les fue imputada, y también por la culpa de su naturaleza pecaminosa, y por todo lo que se les podría culpar por sus transgresiones personales. Así han sufrido en Cristo tal como si no hubieran obedecido en Él la ley. Primero Cristo obedece la ley de forma perfecta por ellos, y su obediencia les es imputada de forma estricta de tal manera que ahora los elegidos son considerados por el gobierno de Dios como si hubiesen cumplido completamente con la ley para su propia seguridad; segundo, Jesús sufre la penalidad de la ley en lugar de ellos, tal como si no hubiera obedecido; tercero, después, luego de que la ley ha sido doblemente satisfecha, se requiere que los elegidos se arrepientan como si no hubiera tenido lugar la satisfacción de la ley; cuarto, por lo tanto, habiendo recibido el pago completo en dos ocasiones, se declara que la salvación de los elegidos es un acto de gracia infinita. Por lo tanto los escogidos son salvos por gracia sobre los principios de la justicia. Esto es, la gracia primero obedece la ley por los elegidos, luego asume el pago de la deuda, como si nunca se hubiera obedecido, y luego la justicia libera y salva al deudor. Así es que en forma estricta en este sistema no hay gracia, ni misericordia, ni nuestro perdón, sino que toda la gracia de nuestra salvación se encuentra en la obediencia y los sufrimientos de Cristo. De esto se desprende que los elegidos pueden exigir su liberación en base a los requerimientos de la justicia estricta. No necesitan orar por perdón o en arrepentimiento; el hacerlo es un error. Esta inferencia es mía, pero se desprende, como todos pueden ver, irresistiblemente de lo que la confesión de fe afirma: que los elegidos son salvos bajo los principios de la justicia exacta y perfecta.

Me resultó imposible estar de acuerdo con el señor Gale en estos puntos. No podía hacer más que disentir y tratar todo este asunto de la imputación como una ficción teológica, de algún modo relacionada a nuestra ficción legal proporcionada por John Doe y Richard Roe. Sobre estos puntos tuvimos discusiones constantes, en cierta forma, durante todo el transcurso de mis estudios. No recuerdo que el señor Gale haya insistido alguna vez en que la confesión de fe enseñaba en su totalidad estos principios, como lo aprendí después cuando la estudié. No estaba consciente de que las reglas del presbiterio requerían preguntarle a un candidato si aceptaba la confesión presbiteriana de fe. Yo nunca la había leído, y no estaba del todo consciente de que lo único que había hecho el señor Gale en sus discusiones conmigo era defender las enseñanzas puras de la confesión de fe en esos puntos. Tan pronto aprendí las ambiguas enseñanzas de la confesión de fe en estos puntos, no dudé en absoluto en aprovechar toda ocasión pertinente para declarar mi desacuerdo con ellas. Las repudié y las expuse. Siempre que encontré a alguien escondiéndose tras estos dogmas, no dude en demoler sus argumentos lo mejor que pude.

No he caricaturizado esas posiciones del señor Gale, sino que las he presentado con fidelidad, y como pude, en el mismo lenguaje en el cual él las defendió cuando mantuvimos nuestra controversia. Él no pretendía que sus posiciones fueran racionales, o que pudieran tolerar que se les aplicara la razón. Más bien insistió en que mi razonamiento me llevaría a la infidelidad. Por mi parte yo insistí en que la razón nos fue dada con el propósito mismo de capacitarnos para justificar la manera de Dios, y que ninguna ficción de imputación puede ser de forma alguna verdadera. Por su puesto, hubo muchos otros puntos muy relacionados a los ya mencionados sobre los cuales también nos fue necesario discutir, no sin una buena porción de controversia. Sin embargo nuestras controversias siempre volvían al fundamento sobre el cual se levantaban. Si el hombre tiene una naturaleza pecaminosa, entonces la regeneración debe de consistir en un cambio de naturaleza. Si la naturaleza del hombre es pecaminosa, la influencia del Espíritu Santo que debe regenerarle debería de ser una influencia física, no moral. No existe en el evangelio adaptación alguna para el cambio de esta naturaleza y si el hombre realmente la posee, en consecuencia no existiría una conexión entre los medios y el fin en la religión. Mas éstas eran las posturas que Gale sostenía con firmeza; y en consecuencia nunca esperaba--o ni siquiera intentaba--que se produzca la conversión de alguien en ninguno de los sermones que le escuché predicar. Aún con esto el ministro Gale era un hábil predicador, de acuerdo a los estándares de lo que una predicación debía de ser en aquellos tiempos. El punto es que estos dogmas le eran una verdadera camisa de fuerza. Si predicaba acerca del arrepentimiento, debía asegurarse de dejar en su congregación la clara impresión de que les era imposible arrepentirse, antes de terminar su sermón. Si les exhortaba a creer, debía asegurarse de informarles que su naturaleza pecaminosa primero debía de ser cambiada por el Espíritu Santo, pues sin esto sería imposible tener fe. Su ortodoxia era una verdadera trampa para él y para sus oyentes. Yo no podía recibirla. No era esa la forma en la que entendía mi Biblia, y tampoco Gale lograba hacerme ver que estas fueran enseñanzas bíblicas.

Cuando finalmente leí la confesión de fe y vi los pasajes que se citaban para sustentar estas particulares posiciones, sentí vergüenza de ella. No me era posible rendir respeto alguno a un documento que pretendía imponerle a la humanidad dogmas como esos. Esta declaración estaba sustentada en gran parte por pasajes de la Escritura que eran totalmente irrelevantes; y que en ningún instante serían capaces de ser considerados como conclusivos en una corte de justicia. Hasta donde sé, para ese entonces el presbiterio era de un mismo sentir a favor del documento. Sin embargo, creo que más adelante todos ellos llegaron a rendir estas ideas y para cuando el señor Gale cambió sus perspectivas al respecto ya no volví a escuchar a ningún otro miembro del presbiterio en defensa de estas teorías. 

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