The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 27

RETORNO Y LABORES EN OBERLIN, LA CIUDAD DE NUEVA YORK Y BOSTON

Luego de dos meses de labores en Rochester partí hacia Oberlin y una vez allí me dediqué a mi trabajo de profesor y de pastor de la iglesia. La obra de Dios revivió en medio de los estudiantes y de la gente y gozamos de una operación continua de la gracia. Cada semana se producía un número considerable de conversiones y a lo largo del verano, casi a diario, se reportaban nuevos casos hasta cuando partí en el otoño a laborar en la ciudad de Nueva York. Corría entonces el año de 1843. Uno de nuestros estudiantes, el reverendo Samuel Cochran, había sido establecido como pastor en una iglesia de la ciudad; y habían tomado el teatro llamado Niblo's Garden, que estaba ubicado en la esquina de Broadway y la calle Prince, para realizar servicios públicos. Permanecí allí por varias semanas--no recuerdo exactamente por cuánto tiempo. Se dieron casos muy interesantes de conversión en aquel lugar. Sin embargo, en una ciudad tan grande resulta muy difícil, y a veces hasta imposible, hacer un juicio acertado de la extensión de un avivamiento. La gente venía de todas partes como una gran masa de almas, caían en convicción y se convertían, y luego se mezclaban con una basta población por lo que, con toda seguridad, comparativamente muy pocos de aquellos que resultaron genuinamente bendecidos llegaron a conocerse para aquel tiempo.

Durante este avivamiento el actual gobernador del estado resultó felizmente convertido. Para entonces era un joven de unos dieciséis o dieciocho años. Una noche--cuando la casa se encontraba muy llena--como era mi costumbre hice un llamado a aquellos que estaban dispuestos a someterse a Dios para que ocuparan ciertas sillas al frente. Mientras la demás gente cruzaba los pasillos despacio, observé a un hombre joven que desde lo remoto de la casa venía hacia delante a zancadas sobre las bancas. En su rostro se veía una gran seriedad y para aquel entonces me impresionó la rapidez con la que pasó al frente--cruzando sobre los asientos de las bancas. Se mostró claramente como un nuevo convertido y no tuve duda entonces--como tampoco he dudado seriamente desde aquella época--que realmente se convirtió a Cristo. Luego de esto vino a estudiar aquí, a Oberlin, y empezó sus estudios en teología. Empezó a estudiar cuando yo me encontraba en Inglaterra por primera vez. Sin embargo, fue entonce cuando, según creo, al leer el tratado del presidente Edwards acerca de la libertad de la voluntad quedó desconcertado. El joven caballero había venido a prepararse para el ministerio. Su madre, quien era una mujer muy devota, tenía grandes esperanzas de que llegara a convertirse en un ministro de mucha utilidad. Todos nosotros, de hecho, teníamos mucha expectativa y esperanzas en su futura utilidad, pues era un joven muy prometedor. Sin embargo, se enredó tanto en sus especulaciones metafísicas que llegó a cuestionar el libre albedrío del hombre. Estando en ese estado mental vio que no le sería posible presentar el evangelio a la gente de manera inteligible y exitosa. Renunció así a sus estudios teológicos para enseñar en la escuela. Antes de llegar a Oberlin había trabajado en un despacho de abogados como secretario. Al no hallar salida de sus especulaciones metafísicas ni lograr la claridad mental que le permitiría predicar el evangelio, optó al final por la profesión legal.

Aquellos que observaron y tomaron nota de aquellos hechos recordarán que en el invierno de 1843 prevalecieron extensamente los avivamientos. Salí rumbo a casa, si no me equivoco, cerca del primero de marzo y me encontré con que el avivamiento había barrido el camino hacia Oberlin. Hallé también, para mi satisfacción, que aquel continuo avivamiento prevalecía en casi todos los pueblos hallados entre Oberlin y Nueva York. Casi nunca me detuve durante aquel viaje en lugar donde no se celebraran reuniones diarias de oración o que no estuviera en medio de un poderoso avivamiento.

Al mirar hacia atrás, hacia aquellos extensos avivamientos de los que he hablado, puedo decir con veracidad que jamás he leído o escuchado de avivamientos de la religión tan grandes y de los cuales haya habido tan poco que lamentar--y verdaderamente con tan poquísimas cosas dignas de objeción--como de estos de los que doy testimonio. Sin lugar a dudas esto se debió a la inteligencia general del pueblo americano, y en especial a la de las gentes de los estados norteños en donde la educación es universal.

He hablado acerca de mi retorno desde Rochester en la primavera del 43, y de cómo en aquel invierno tuvimos un avivamiento muy interesante. Debí de haber dedicado espacio a algunas de las características de aquel avivamiento. Si no me equivoco en el mes de Julio se realizó una convención de ministros en Rochester, Nueva York, y si no me falla la memoria se iba a considerar la cuestión de la santificación del Sabbat. Mis amigos de Rochester deseaban que asistiera, y así lo hice. Con todo esto, el Sabbat anterior a la convención prediqué en base al texto "Y me buscaréis y hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón". Aquella palabra produjo una impresión profunda. En la mañana del lunes salí hacia Rochester, mas al momento de mi partida desconocía todavía que los estudiantes estaban tan impresionados que nos les era posible continuar con sus recitaciones. Al ver los maestros la situación suspendieron las recitaciones por varios días y se entregaron a la oración y poner asunto a la gran cuestión de su salvación. El sentimiento era intenso, y llegó incluso a ser abrumador por algunos días. Las conversiones empezaron a multiplicarse con rapidez. Sin embargo, varios de los estudiantes se encontraban en una gran ansiedad, entre ellos un joven escocés que estaba prácticamente loco--su locura duró poco, por cierto. Tal era la situación que la gente de Oberlin me solicitó que regresara de inmediato. Lo hice enseguida. Ningún daño permanente resultó de la inmensa emoción que prevaleció durante aquellos pocos días de mi ausencia. Los estudios solo se suspendieron por poco tiempo y pronto las cosas volvieron a la normalidad. Aquellos que estaban en extremo emocionados lograron la calma, pero un profundo Espíritu de oración continuó presente a lo largo del verano produciendo un gran progreso espiritual en medio de los cristianos y muchos estudiantes quedaron convertidos y con esperanza. Durante este avivamiento no se vio ninguna tendencia a la herejía, si mal no recuerdo, como tampoco se produjo nada que pudiera catalogarse como fanatismo. De hecho, luego de mi retorno-- me parece que mi ausencia no se prolongó más de una semana, o más allá de un Sabbat--las cosas desembocaron en el curso natural de un avivamiento poderoso y saludable.

En el otoño de 1943 me invitaron nuevamente a Boston. Durante mi visita del 42, si mi memoria no me traiciona en cuanto a la fecha, se dio aquella temporada de gran excitación por el tema de la segunda venida de Cristo. La mente del público estaba terriblemente revuelta por aquello. Para esto el señor Miller se encontraba en Boston predicando acerca de la segunda venida y sosteniendo clases bíblicas a diario, en las cuales instruía e inculcaba en los oyentes sus peculiares perspectivas. Creo que jamás había estado en un lugar en el cual hubiera visto tanta emoción irracional y salvaje como en el Boston de aquel momento. Asistí a la clase de Biblia del señor Miller en una o dos ocasiones, después de las cuales le invité a mi habitación y procuré convencerle de que estaba en un error. Llamé su atención a la forma en la que había interpretado ciertas profecías y según creo, le mostré que estaba errado en algunas de sus perspectivas fundamentales. Me respondió que yo había adoptado un curso de investigación destinado a detectar sus errores, si es que los hubiera. Traté de mostrarle que su error más fundamental ya había sido detectado. La última vez que había asistido a sus clases de Biblia se encontraba inculcando una doctrina que basaba en el libro de Daniel, con la que afirmaba que Jesús vendría personalmente a destruir a sus enemigos en 1943. Ofreció entonces lo que él llamó una exposición de la profecía de Daniel. Afirmó que la piedra cortada de la montaña, no por mano, y que caía rodando para destruir la imagen de la cual se habla en el pasaje, era Cristo.

Cuando el señor Miller llegó a mi habitación, llamé su atención al hecho de que el profeta afirmaba expresamente que aquella roca no era Cristo, sino el Reino de Dios; y que lo que el profeta representaba en el pasaje era realmente la Iglesia, o el reino de Dios que él había dispuesto para demoler la imagen. Este hecho estaba tan claro que Miller se vio obligado a reconocerlo y a admitir que no era Cristo quien iba a destruir aquellas naciones, sino el reino de Dios. Luego le pregunté si él creía que el reino de Dios destruiría aquellas naciones en el sentido en el cual él le estaba enseñando a la gente, con la espada o haciendo la guerra en contra de ellas. A esto respondió que no, que él no creía eso. Entonces inquirí: "¿No significa esto mas bien que son los gobiernos los que van a ser derrocados y no que las gentes de esas naciones van a ser destruidas? Y ¿No se dará esto por la influencia de la iglesia de Dios para la iluminación de sus mentes por medio del evangelio? Y si esto es lo que estas cosas significan, ¿dónde yace entonces el fundamento para su enseñanza y para lo que usted dice: que Jesús volverá en persona para destruir a todas las gentes de esas naciones". Le dije además: "Entiendo que esto es fundamental en su enseñanza. Este es el punto principal que usted señala en sus clases; aquí mismo está manifiesto su error, en el hecho de que las palabras mismas del profeta enseñan lo opuesto de lo que usted predica". A esto el señor Miller, como ya dije, solo respondió: "Pues si estoy en el error, sin duda el curso de su investigación lo detectará". Fue inútil en aquel entonces intentar razonar con él o con sus seguidores. Al creer como ellos creían, que el advenimiento de Cristo estaba cercano, no es sorprendente que estuvieran demasiado inquietos, y demasiado locos de emoción como para razonar con ellos.

Cuando arribé a Boston en el otoño del 43 o del 44, me encontré con otra situación muy curiosa. Aquella emoción tan peculiar de la que he hablado ya se había extinguido, mas sin embargo, me encontré con que el pueblo había caído en casi toda forma posible de error. De hecho vi que lo dicho por el doctor Beecher durante el primer invierno de mis labores en aquella ciudad era cierto. El doctor me había asegurado: "Usted no podrá trabajar aquí de la misma forma en la que lo ha hecho en otras partes. Deberá seguir un curso distinto en su instrucción. Deberá empezar por los fundamentos; pues el Unitarismo es un sistema de negaciones, y bajo sus enseñanzas los fundamentos del cristianismo se han desmoronado. No podrá tomar nada por sentado, pues al haber los unitarios y los universalistas destruido los fundamentos, la gente ha quedado a la deriva. Las masas carecen de opiniones firmes, y prestan oído a todo "helo aquí" y "helo allá". Toda forma de error imaginable tiene cabida en Boston".

Durante aquel otoño descubrí que aquellas afirmaciones eran más ciertas en Boston que en cualquier otro lugar en el cual hubiera laborado. Las masas de esta ciudad están menos definidas en cuanto a sus convicciones religiosas que las de cualquier otro lugar en donde he trabajado, y esto a pesar de su inteligencia, pues de cierto los bostonianos son gente muy inteligente en lo que respecta a todos los asuntos que no sean la religión. Resultaba extremadamente difícil establecer en sus mentes las verdades religiosas. Esto debido a que las influencias de las enseñanzas unitarias les habían llevado a poner en duda todas las doctrinas básicas de la Biblia. Su sistema es un sistema de negaciones. Su teología es negativa. El universalista niega prácticamente todo y afirma casi nada. En semejante terreno el error encuentra oídos abiertos, y todo tipo de perspectivas locas e irracionales acerca de la religión son abrazadas por muchos.

He hablado ya de la Capilla Marlborough, que para aquel entonces era de propiedad del hermano William Sears. En aquel entonces empecé mis labores en dicho lugar, en el cual me encontré con algo muy singular. Habían formado una iglesia compuesta casi completamente por radicales, y la mayoría de los miembros sostenían perspectivas extremas en varios asuntos. En su mayoría la iglesia estaba compuesta por gente que había salido de otras iglesias ortodoxas para unirse a esta Capilla Marlborough. Eran gente firme, y muchos eran también reformistas consistentes. Eran gente buena, pero no puedo afirmar que hubiese unidad entre ellos. Sus perspectivas extremas parecían ser un elemento que les hacía repelerse entre ellos. Algunos eran pacifistas extremos, y sostenían que todo uso de la fuerza física es incorrecto, de hecho pensaban que el uso de cualquier medio físico estaba mal, aun cuando fuera para controlar a los propios hijos. De acuerdo con ellos todo debía de hacerse por medio de la persuasión moral. Aún con esto eran gente de oración y cristianos devotos. No tuve ninguna dificultad en particular para relacionarme con ellos; sin embargo, en aquel entonces toda aquella emoción provocada por Miller, y otras causas, habían confluido para producir en la gente de esta iglesia gran confusión. En lo absoluto se trataba de una iglesia próspera. Se había levantado entre ellos un joven de apellido Smith que aseguraba ser profeta. Tuve varias conversaciones con él y traté de convencerle de que estaba completamente equivocado. Sin embargo, me resultó imposible convencerle a él, o a la gente de la iglesia, hasta que este señor Smith se comprometió en varios puntos y predijo que ciertas cosas sucederían en determinadas fechas. Una de esas cosas era que su padre iba a morir en determinado día. Además de esto se había comprometido en otras fechas.

Fue entonces cuando hallé oportunidad y le dije: "Ahora podremos ponerle a prueba a usted y a la veracidad de sus afirmaciones. Si estas cosas que ha predicho llegan a suceder, tal como las ha enunciado y en las fechas determinadas, entonces tendremos la autoridad de la Biblia para creer que usted es en verdad profeta. Mas si los eventos no se dan, quedará en evidencia que usted se encuentra engañado. A esto el joven no se pudo negar. La buena providencia de Dios quiso que estas predicciones se hicieran a pocas semanas de las fechas en las que supuestamente tendrían cumplimiento. Con esto el joven había dejado el peso de su reputación de profeta sobre la veracidad de aquellas predicciones y esperaba su cumplimiento. Como era de suponerse, una a una las predicciones fallaron, y con esto le fue cerrada la boca. Nunca más volví a escuchar nada acerca de sus predicciones. Sin embargo, logró confundir muchas mentes, y de hecho a neutralizar sus esfuerzos cristianos; que yo sepa ninguno de los que le siguieron volvió a tener la influencia cristiana que había tenido en el pasado.

Durante aquel invierno el Señor hizo una inspección profunda de mi propia alma y me dio un nuevo y fresco bautismo en su Espíritu. Me alojaba en aquel entonces en el hotel Marlborough y mi habitación se encontraba en una esquina del edificio de la capilla. Junto a esta habitación tenía mi estudio. Mi mente estuvo por un buen tiempo dirigida a la oración, como siempre lo ha estado cada vez que he laborado en Boston. Uniformemente he sido favorecido en aquella ciudad con una gran porción del Espíritu de Oración. Sin embargo, en aquel invierno en particular, mi mente se encontraba al extremo inquieta con la cuestión de la santidad personal; y con respecto al estado de la iglesia: su falta de poder para con Dios, y la debilidad de las iglesias ortodoxas de Boston--la debilidad de su fe y su falta de poder en medio de tal comunidad. El hecho de que hicieran poco o ningún progreso a la hora de vencer los errores latentes en la ciudad afectaba mi mente grandemente. Me entregué en gran medida a la oración. Después de mis servicios de la tarde me retiraba tan pronto me era posible; con todo me despertaba a las cuatro en punto de la mañana, pues ya no me era posible seguir durmiendo, y de inmediato me dirigía al estudio para orar. A tal punto estaba inquieta mi mente, y tan absorta en la oración, que frecuentemente me hallaba orando desde las cuatro en punto hasta las ocho de la mañana--hora en la que sonaba el gong para el desayuno. Según me lo permitía el tiempo, mis días los pasaba escudriñando las Escrituras. Lo único que leí durante aquel invierno fue mi Biblia, que en gran medida aparecía ante mí como completamente nueva. Una vez más el Señor me llevó, por así decirlo, de Génesis a Apocalipsis. Me guio a ver la conexión entre las cosas--como cosas que habían sido predichas en el Antiguo Testamento se habían hecho realidad en el Nuevo--las promesas, las amenazas, las profecías y sus cumplimientos-- De hecho, toda la Escritura me parecía irradiar en luz, mas no solo en luz, sino que era como si la Palabra de Dios estuvieran embebida en la vida misma de Dios.

Después de orar de esta manera por varias semanas y meses, una mañana, mientras me encontraba en oración, cruzó por mi mente este pensamiento: ¿qué tal si después de haber visto todas estas enseñanzas éstas solo logran tener efecto en mis emociones? ¿Será que solo mis sensibilidades serán las afectadas por estas revelaciones que surgieron de mi lectura de la Biblia, y que mi corazón no está realmente rendido a ellas? En este punto llegaron a mi mente varios pasajes de la Escritura semejantes a este: "La palabra pues de Jehová les será mandamiento tras mandamiento, mandato sobre mandato, renglón tras renglón, línea sobre línea, un poquito allí, otro poquito allá; que vayan y caigan de espaldas, y sean quebrantados, y enlazados, y presos". Esta idea de estar engañándome a mí mismo por medio de mis emociones apenas llegaba a mí mente y ya sentía su impacto como el mordisco de una víbora. Era una punzada de angustia que no puedo describir y aquel pasaje de la Escritura en el cual pensé con respecto a esa posibilidad aumentó mi ansiedad por un momento. Sin embargo, enseguida recibí la capacidad de volver a la perfecta voluntad de Dios. Le dije al Señor que si él consideraba que lo más sabio y lo mejor era que yo permaneciera en el engaño y fuera al infierno, aceptaría su voluntad; y le dije: "Haz conmigo lo que bien te parezca".

Inmediatamente después de este pensamiento me resultaba muy difícil consagrarme a Dios en un sentido mayor al que hasta entonces había considerado como mi deber, ni siquiera podía concebir esa consagración como posible. En el pasado, con frecuencia, había colocado en el altar de Dios a mi familia, para que él dispusiera de ella como le pareciera. Sin embargo, en aquel entonces, y antes de que finalmente me rindiera a la voluntad de Dios, me resultaba una verdadera lucha entregar a mi esposa a la voluntad del Señor. Para entonces ella se encontraba en muy mala salud y era evidente que no viviría mucho tiempo. Por esa época tuve un sueño acerca de ella que desembocó en aquella gran lucha interior de la que hablo. Después de aquel sueño quise colocarla en el altar, como tantas veces había hecho en el pasado, pero como nunca antes vi con tanta claridad lo que implicaba poner todo lo que poseo delante de Dios, y durante horas luché en mis rodillas para poder entregarla sin condiciones. Sin embargo, me hallaba incapaz de hacerlo. Me sentía tan sorprendido e impresionado por esta incapacidad que transpiraba profusamente y en agonía. Luché y oré hasta quedar exhausto, pero aún me veía incapaz de rendirla a la voluntad de Dios de modo que él pudiera hacer con ella lo que quisiera.

Este asunto me atribuló en gran manera. Le escribí a mi esposa, dejándole saber acerca de mi gran lucha y de la preocupación que sentía por no estar dispuesto a entregarla a la perfecta voluntad de Dios sin condiciones. La carta la escribí poco antes de haber tenido la tentación--ahora me parece que fue una tentación--cuando aquellos pasajes de la Escritura vinieron penosamente a mi mente, y cuando aquella amargura casi de muerte pareció poseerme por momentos al pensar en la posibilidad de que mi religión fuera solo una religión sentimental, y de que las enseñanzas de Dios solo pudieran tener efecto en mis sentimientos. Sin embargo, como ya he dicho, me fue dada la capacidad, después de luchar por unos pocos momentos con este desánimo y amargura que hoy puedo atribuir a los fieros dardos de Satanás, de llegar a tener un sentido aún mucho más profundo de la infinitamente bendita y perfecta voluntad de Dios. Fue entonces cuando le dije al Señor que tal era mi confianza en él que me sentía perfectamente capaz de entregarme a mí mismo, a mi esposa, y a mi familia, y a todo lo que poseo, para que Dios haga, sin condición alguna, según sus perspectivas y su voluntad. Que si él consideraba que lo mejor y lo más sabio era enviarme al infierno, que lo hiciera y que yo consentiría en aquello. En lo que respecta a mi esposa, me sentí completamente dispuesto a entregarla, en cuerpo y alma, a la perfecta voluntad de Dios y sin la menor duda en mi mente. Luego de esto tuve una perspectiva más profunda que nunca antes de lo que implica la consagración a Dios. Pasé mucho tiempo en las rodillas considerando el asunto y entregándole todo al Señor: los intereses de la iglesia, el progreso de la religión, la conversión del mundo, y la salvación o la condenación de mi propia alma según fuera la voluntad de Dios. De hecho, recuerdo que llegué hasta a decirle al Señor con todo mi corazón que él podía hacer conmigo y con lo mío todo lo que su bendita voluntad quisiera, que tenía tanta confianza en su bondad y amor como para creer que él no consentiría nada que yo pudiera objetar. Sentí en mí una especie de audacia santa al decirle que hiciera conmigo lo que bien le pareciera, que él no podía hacer nada que no fuera sabio y bueno; y que por lo tanto tenía yo todas las bases para aceptar cualquier cosa que él consintiera con respecto a mi persona y a lo mío. Nunca antes había conocido tan profundo y perfecto descanso en la voluntad de Dios.

Lo que me parecía extraño era que no podía asirme ya a mi antigua esperanza. Tampoco podía recordar con frescura ninguna de las pasadas temporadas de comunión y seguridad divina. Se puede decir que renuncié a toda esperanza y dejé todo sobre un nuevo fundamento. Es decir, renuncié a mi seguridad en mi salvación basada en cualquiera de mis experiencias pasadas, y recuerdo que le dije al Señor que no sabía si su intención era salvarme o no. Tampoco sentía que me interesara saberlo. Estaba dispuesto a acatar lo que fuere. Dije entonces que si descubría que Dios me guardaba, que obraba en mí por medio de su Espíritu, y que me estaba preparando para el cielo, produciendo santidad y vida eterna en mi alma, daría por hecho que su intención era salvarme; y que si, por otro lado, me hallaba a mí mismo carente de fuerza divina, de luz y de amor, concluiría que Dios en su sabiduría y discreción había decidido enviarme al infierno. En cualquiera que fuera el caso estaba dispuesto a aceptar su voluntad. Con esto mi mente quedó en perfecta calma.

Esto ocurrió temprano en la mañana. A lo largo de todo el día me encontré en un estado de descanso perfecto, tanto en cuerpo como en alma. Con frecuencia mi mente levantaba la pregunta: "¿Te adhieres aún a tu consagración y a tu decisión de permanecer sometido a la voluntad de Dios?" Sin vacilar me respondía a mí mismo: "Sí, no volveré a atrás. No tengo razones para reclamar nada de lo que he dejado en el altar--y tampoco quiero reclamar nada de lo entregado". La idea de que posiblemente estuviera perdido no me molestaba. De hecho, durante todo aquel día mi mente no tuvo temor alguno, ni mis emociones se alteraron en lo más mínimo. Nada me atribulaba. No me sentía ni exaltado ni deprimido. Tampoco me parecía sentirme ni gozoso ni triste. Mi confianza en Dios era perfecta; mi aceptación de su voluntad era perfecta, y mi mente estaba tan calmada como el cielo mismo. Solamente cuando empezó a caer la tarde surgió en mi mente esta pregunta: "¿Y si Dios realmente me envía al infierno--qué será de mí entonces?" "No me opondré". Sin embargo, luego me dije: "Mas, ¿puede Dios enviar al infierno a una persona que acepta su voluntad como yo lo he hecho?" Tan pronto como surgió en mi la pregunta llegó la certeza: "No, es imposible. No es posible que me espera el infierno cuando he aceptado la perfecta voluntad de Dios". Con esto fluyó una vena de gozo en mi mente que continuó desarrollándose más y más a lo largo de las semanas, de los meses, y aún me atrevo a decir, de los años.

Durante años mi mente estuvo tan colmada de gozo que no me era posible sentir demasiada ansiedad con respecto a ningún asunto. Mi oración, que por tanto tiempo se había caracterizado por ser tan prolongada y ferviente, parecía haberse transformado en un: "Que se haga tu voluntad". Era como si mis deseos estuvieran por completo satisfechos. Aquello por lo que había estado orando por recibir había llegado a mí de la forma más inesperada. La Santidad al Señor era algo que parecía estar inscrito en todos mis pensamientos. Era tanta mi fe de que Dios cumpliría con toda su perfecta voluntad, que no me era posible preocuparme por nada. Aquella gran ansiedad en la que mi mente se había encontrado durante aquellos periodos de agonizante oración, parecía haber quedado de lado; de tal modo que por mucho tiempo cuando acudía a Dios para comunicarme con él--algo que hacía con mucha, mucha frecuencia--Me arrodillaba y me resultaba imposible pedir nada con urgencia, sino tan solo que se hiciera su voluntad en la tierra como en el cielo. Mis oraciones fueron engullidas por eso, y con frecuencia me hallaba sonriendo, como si estuviera delante del Señor, y diciéndole que no deseaba nada. Estaba tan seguro de que Dios cumpliría todos sus sabios y buenos deseos, y que con esa certeza mi alma estaba satisfecha.

Fue allí cuando quedó perdida toda esa gran lucha en la cual me había encontrado por largo tiempo. Empecé entonces a predicarle a la congregación de acuerdo con esta nueva y más amplia experiencia. Había un número considerable de personas en la iglesia que asistían a mi predicación y que me comprendieron; que pudieron ver a partir de esta predicación lo que había ocurrido--y lo que estaba sucediendo en mi mente. Presumí que la gente estaba más sensible que yo al gran cambio que se había producido en mi forma de predicar. Desde luego, mi mente estaba tan saturada con el tema como para predicar de otra cosa que no fuera una salvación total y actual hallada en la persona del Señor Jesucristo. Durante este tiempo me parecía que mi alma se hubiera casado con Cristo en una forma en la que nunca antes había pensado o siquiera concebido antes. El lenguaje del Cantar de los Cantares era tan natural para mí como el aliento. Me parecía poder entender muy bien el estado mental en el cual se encontraba Salomón cuando escribió aquella canción, y concluí entonces--y aún lo creo hasta ahora--que la escribió luego de haber sido rescatado de su gran caída. No solo tenía toda la frescura de mi primer amor, sino que éste había aumentado grandemente. De hecho, el Señor me llevó tan por encima de todo lo que había experimentado hasta entonces, y me enseñó tanto del significado de la Biblia, de las relaciones de Cristo, su poder y buena voluntad, que con frecuencia me hallé diciéndole: "Nunca supe o concebí que cosa alguna fuera cierta". Luego comprendí lo que significa que "él puede hacer mucho más abundantemente de lo que pedimos o pensamos". Por aquel tiempo Me enseñó muy por encima de lo que jamás pedí o llegue a pesar. No había tenido hasta entonces idea de la amplitud, longitud, profundidad y eficacia de su gracia. Me pareció entonces que aquel pasaje que dice "Bástate mi gracia" tenía tanto significado que me resultaba admirable el no haberlo llegado a entender en el pasado. A medida que estas revelaciones me eran dadas exclamaba: "!Admirable! ¡Admirable! Admirable!". Entendí lo que el profeta quiso decir cuando escribió que "su nombre será llamado Admirable, Consejero, Dios poderoso, Padre eterno, Príncipe de paz".

Pasé casi todo el tiempo que quedaba de aquel invierno instruyendo a la gente con respecto a la plenitud que se halla en Cristo, hasta que fui obligado a regresar a casa. Sin embargo, me di cuenta de que mi predicación no podía ser entendida por las masas. No me comprendían. Aún con esto hubo un buen número de personas que si entendieron el mensaje y que hallaron maravillosa bendición para sus almas, y que lograron hacer más progresos en su caminar divino de lo que habían hecho durante todas sus vidas. Lamentablemente aquella pequeña iglesia no estaba compuesta por gente que pudiera trabajar completa y eficientemente unida a gran escala. La oposición externa que recibían era muy grande. Aún la masa compuesta por los profesores de religión de la ciudad no tenía ninguna simpatía hacia ellos. En sentido general la gente en otras iglesias no estaba en capacidad de recibir mis perspectivas acerca de la santificación, y aunque en casi todas ellas hubo individuos que se mostraron profundamente interesados y grandemente bendecidos, encontré que en general mi testimonio resultaba ininteligible.

Algunos pudieron darse cuenta de en dónde me encontraba. Recuerdo que una noche los diáconos Proctor y Safford, después de escuchar la predicación y de ver el efecto que ésta había causado en la gente, fueron a buscarme y me dijeron: "Usted está muy por encima de nosotros en esta ciudad, y muy por encima de nuestros ministros. ¿Cómo podemos hacer para que nuestros ministros vengan a escuchar estas verdades?" les respondí: "No lo sé, pero ciertamente deseo que ellos puedan ver las cosas como yo las veo, pues me parece infinitamente importante que halla un estándar de santidad más alto en Boston". Ellos estuvieron de acuerdo y se mostraron grandemente ansiosos de que aquellas verdades le fueran presentadas al pueblo en general. Estos diáconos eran hombres buenos, y la gente de Boston lo sabía muy bien, mas cuántos esfuerzos llegaron a hacer para que sus ministros y la gente asistiera a los sermones, es algo que no puedo decir.

Aquel invierno trabajé mayormente en pro de un avivamiento entre los cristianos. El Señor me preparó para esto por medio de aquella gran obra que él produjo en mi alma. Aunque en el pasado en gran medida la vida divina había estado operando en mí, como ya he dicho, lo que experimenté en aquel invierno excedió todo lo que había experimentado antes, y de cuando en cuando me parecía como si nunca antes hubiera estado verdaderamente en comunión con Dios.

Para estar seguro de que realmente había tenido comunión con Dios en el pasado, continuamente y por un buen tiempo me era necesario reflexionar y recordar las coas que con tanta frecuencia me habían ocurrido. Aquel invierno pensé que probablemente cuando lleguemos al cielo, las perspectivas que allí tendremos, así como el gozo y ejercicios santos, sobrepasarán de tal manera todo lo que hayamos experimentado en esta vida, que a duras penas podremos conciliar el hecho de que realmente llegamos a tener religión mientras estuvimos en este mundo. De hecho, tantas veces experimenté en el pasado gozos indescriptibles y una comunión muy profunda con Dios, mas ahora habían quedado a la sombra de aquella vivencia mucho mayor de ese invierno y por esto muchas veces le decía al Señor que nunca antes había concebido las cosas tan maravillosas que nos revela su bendito Evangelio, y la maravillosa gracia hallada en Jesucristo. Al reflexionar en aquello, el lenguaje era semejante, pero las experiencias pasadas parecían haber quedado selladas, y prácticamente fuera del alcance de mis ojos.

A medida que la enorme emoción de aquella temporada cedía, mi mente se volvía más tranquila. Pude ver con mayor claridad las diferentes etapas de mi experiencia cristiana, y llegué a reconocer la conexión de las cosas, como si Dios las hubiera forjado de principio a fin. Sin embargo, a partir de esto no volví a tener aquellas grandes luchas, ni esas temporadas que tan frecuentemente vivía en las que solo después de agonizante y prolongada oración podía hallar completo descanso en Dios. A partir de entonces el prevalecer para con Dios se convirtió en algo completamente distinto de acuerdo a mi experiencia. Me acercaba a Dios con más calma pues tenía una confianza mayor y más perfecta. Ahora Dios me ha dado la capacidad de descansar en él y de permitir que todo se sumerja en su perfecta voluntad con mucha más prontitud de lo que jamás experimente antes de aquel invierno. Desde entonces he sentido una especie de libertad religiosa, un optimismo y deleite religiosos en Dios y en su Palabra, una firmeza de fe, libertad y amor sobreabundante que solo había experimentado ocasionalmente antes de eso. Con esto no quiero decir que todo aquello había sido para mí algo extraño en el pasado, sino que aunque habían sido experiencias frecuentes y repetitivas, no habían sido permanentes como ahora. Aquello que me ataba parecía haberse roto por completo, y desde entonces he sentido la libertad que siente un niño junto a un padre amoroso. Siento como si pudiera hallar a Dios dentro de mi ser de tal manera que puedo descansar en él y estar tranquilo, echar mi corazón sobre sus manos, y hacer nido en su perfecta voluntad sin preocupaciones ni ansiedades.

Puedo decir que estas cosas han sido lo habitual desde aquel periodo, mas no puedo afirmar que no hayan sufrido interrupciones, ya que en 1860, durante un periodo de enfermedad, tuve un tiempo de mucha depresión y de tremenda humillación. Sin embargo, el Señor me sacó de aquel estado y me devolvió a la paz y al descanso.

Pocos años después de esta temporada de refrigerio que se dio en Boston y de la que he hablado, mi amada esposa, de la cual me he referido en estas líneas, falleció. Su muerte me trajo gran aflicción, no se produjo en mi murmuración alguna, ni la más leve resistencia a la voluntad de Dios. Hasta donde recuerdo la entregué a Dios sin resistencia alguna. Con todo, si significó para mí mucho dolor. La noche siguiente de su fallecimiento me encontraba acostado en la soledad de mi cama mientras algunos amigos cristianos se encontraban sentados en la sala, esperando la llegada del día. A penas me había quedado dormido cuando desperté ¡y entonces el pensamiento del duelo brilló en mi mente con terrible poder! ¡Mi esposa se ha ido! ¡Ya nunca más podré hablar con ella ni ver su rostro! ¡Nuestros hijos han quedado sin madre! ¿Qué haré ahora? Mi cerebro se sacudía como si mi mente estuviera dando vueltas sobre su eje. De inmediato me levanté de la cama y clamé: "¡Si no logro descansar en Dios enloqueceré!" El Señor se apresuró a traer calma a mi mente aquella noche, pero de vez en vez llegaban sobre mí temporadas de tristeza casi insoportables.

Un día, cuando me encontraba de rodillas y en comunión con Dios tratando el tema, de pronto sentí que Dios me decía: "¿Amaste a tu esposa?" "Sí"--respondí. "Y la amaste por su bien, o por el tuyo? ¿La amaste a ella o te amaste a ti mismo? Si la amaste por su bien, ¿por qué te afliges estando ella conmigo? ¿No debería la felicidad que ella tiene junto a mí ser motivo de regocijo para ti y no de lamento, si es que la amaste por su bien?" Continuó diciéndome: "¿La amaste por mi bien? Si fue así, de cierto no te lamentarías, pues ella está conmigo. ¿Por qué piensas en tu pérdida y te enfocas en ella, en lugar de pensar en lo que tu esposa ha ganado? ¿Puedes estar triste cuando ella está tan gozosa y feliz? Y si la amaste por tu propio bien, ¿no te alegrarás en su alegría y estarás feliz con su felicidad?" Jamás podré describir lo que sentí cuando Dios me dijo esto. De inmediato se produjo en mí un cambio total en mi mente con respecto a la forma en la que veía la pérdida de mi esposa.

A partir de ese momento la tristeza que sentía por causa de su partida se fue por completo. Ya no pensaba en ella como si estuviera muerta, sino como viva en medio de las glorias del cielo. En aquel entonces mi fe estaba tan fortalecida y mi mente tan iluminada que me parecía aún posible entrar en el mismo estado mental en el que ella se encontraba en el cielo; y si es que existe alguna comunión con un espíritu ausente, o con alguien que ya está en el cielo, entonces, yo me sentía como en comunión con ella. Con esto no quiero decir que alguna vez llegué a suponer que mi esposa estuviera presente de tal modo que pudiera yo tener con ella una comunión personal, sino más bien que me parecía saber cuál era su estado mental en el cielo, aquel profundo e inquebrantable descanso en la perfecta voluntad de Dios. Entendí que eso era el cielo, y pude experimentarlo en mi propia alma. Hasta el día de hoy no me he apartado de estos puntos de vista. De hecho, con frecuencia vienen a mí--en forma de aquel mismo estado mental en el cual se encuentran los habitantes del cielo y puedo entender por qué se encuentran así.

Mi esposa murió en un estado mental celestial. Su descanso en Dios era tan perfecto que me parecía que con su muerte simplemente había entrado a una aprensión más completa del amor de Dios y de su fidelidad, que le permitiría confirmar y perfeccionar para siempre su confianza en El y su unión a su voluntad. En estas experiencias, en gran manera, he vivido desde aquel entonces. Sin embargo, en lo que respecta a la predicación, he descubierto que no hay lugar en el cual pueda predicar estas verdades en las cuales se deleita mi alma y ser comprendido. Solo pocos comprenden. En todo lo que el tema se ha tratado aquí en Oberlin, he visto que solo muy pocas personas aprecian y reciben esas perspectivas de Dios y de Cristo, y de la plenitud de su salvación actual, en las cuales mi alma aún se goza en compartir. En todas partes soy obligado a bajar al nivel en el que se encuentra la gente para que les sea posible entenderme; y durante muchos años, en todo lugar en el cual he predicado, he hallado a las iglesias en tan pobre crecimiento como para llegar a apreciar y comprender estas cosas, a las cuales tengo como las más preciosas verdades de todo el evangelio.

Cuando le predico a pecadores impenitentes, como es de esperarse, debo volver a los principios fundamentales. En mi propia experiencia, hace tanto que superé aquellas instancias y primeros principios, que ya no vivo sobre aquellas verdades. Sin embargo, me es necesario predicarlas a los impenitentes para asegurar su salvación. Cuando predico el evangelio, puedo predicar acerca de la expiación, la conversión, y de muchas otras perspectivas prominentes del evangelio que quienes son jóvenes en su caminar religioso--así como aquellos que tienen mucho tiempo en la iglesia y que han hecho pocos avances en el conocimiento de Cristo-- pueden apreciar y aceptar. Sin embargo, solo de vez en cuando encuentro que la iglesia puede beneficiarse de mi exposición completa de todo lo que mi alma ve en Cristo. Aquí en Oberlin hay un gran número de personas que de cierto me comprenden y devoran aquel tipo de verdades, más gente de lo que nunca he hallado en cualquier otro lugar, pero aún aquí la mayoría de los profesores de religión no las abrazan con entendimiento. No las objetan, no se oponen a ellas, de hecho creen estar convencidos de estas verdades. Pero en lo que respecta a la experiencia, ignoran el poder de las más altas y preciosas verdades del Evangelio de Salvación de Jesucristo.

Dije antes que aquel invierno en Boston lo pasé casi completamente predicando a cristianos profesos, y que muchos de ellos hallaron gran bendición para sus almas. Ese invierno llegué al convencimiento de que al menos de que, por decirlo de alguna manera, los fundamentos no fueran restablecidos y que los cristianos de Boston asumieran un tipo superior de religión, no habría forma de que pudieran prevalecer contra el Unitarismo. Sabía que habían razonado con los unitarios, y que los ministros ortodoxos habían predicado ortodoxia cristiana en oposición al Unitarismo por muchos años, y que todo lo que podía lograrse por medio de la discusión ya se había logrado. Sin embargo, sentía dentro de mí que lo que los unitarios necesitaban era ver a los cristianos reflejar en sus vidas el evangelio puro de Cristo. Necesitaban escucharles decir que Cristo era el Salvador divino, capaz de salvar de todo pecado, y ver la prueba en sus vidas. La profesión que los cristianos hacían de su fe en Cristo no estaba de acuerdo con sus experiencias. No podían afirmar que lo que predicaban acerca de Cristo podía ser hallado en sus propias experiencias. En resumen, tanto en el testimonio privado como en el público del poder de la gracia de Dios sobre sus propias conciencias, no les era posible respaldar su ortodoxia; sino por el contrario, la confesión que constantemente hacían acerca del estar en la atadura del pecado contradecía su profesión de fe en Cristo. Como nunca antes vi claramente que la ortodoxia de Boston tenía poco poder, y que jamás sería poderosa hasta que no se hiciera presente otro tipo de vida cristiana. Vi que necesitaban el testimonio de testigos vivos de Dios, y el testimonio tanto de la experiencia como de la conciencia, para poder alcanzar a los unitarios; y que el mero razonamientos y los argumentos, aun cuando fueran conclusivos, jamás lograrían vencer los errores y los prejuicios de los unitarios. Aún creo que todo esto es verdad. Las iglesias ortodoxas de Boston son demasiado formales; están atadas a ciertas formas; le temen a las medidas y a desplegarse en completa libertad en el uso de nuevos medios para la salvación de las almas. Siempre me ha parecido que se encuentran atadas en sus oraciones y aquello a lo que yo llamo "el Espíritu de oración" lo he visto rara vez en aquella ciudad. Son rígidos y se hallan en una camisa de fuerza, y hasta que no se liberen de sus nociones de lo que es sabio y conveniente y no hagan todo lo necesario para romper el hielo y vencer el estancamiento en el que se encuentran, jamás tendrán éxito en salvar la ciudad. La mayor parte del tiempo se vivió un estancamiento espiritual. Los ministros y los diáconos de las iglesias, aunque confío en que son hombres buenos, tienen miedo de lo que los unitarios puedan decir si en sus medidas para promover la religión se despliegan de tal modo como para despertar a la gente. Todo debe hacerse de determinada manera y el Espíritu Santo se contrista ante su rendición a semejante yugo.

De cualquier modo, existe en Boston un grupo de gente excelente, gente de oración y de probada sinceridad, pues tienen corazones y mentes abiertas y están dispuestos a ayudar en la promoción de toda buena obra y palabra. Sin embargo, esta gente necesita líderes de mayor valentía. Necesitan ministros con más experiencia, más fe y mayor coraje moral que aquellos que por lo general les han guiado por años.

Laboré en cinco poderosos avivamientos en Boston, y puedo decir con sincera convicción que el mayor obstáculo para vencer el Unitarismo y todas las demás formas de error en la ciudad, es la timidez de los cristianos y de las iglesias. Sabiendo como lo saben que constantemente están expuestos a la crítica de los unitarios, se han vuelto demasiado cautelosos. Su fe ha sido deprimida. Y temo que la prevalencia del Unitarismo y del Universalismo, les esté impidiendo y deteniendo de predicar y de resistir el peligro de la impenitencia, tal como el presidente Edwards lo ha presentado. Y temo que las doctrinas del castigo eterno, de la necesidad de una santificación completa, y de la renuncia a todo pecado como condición para la salvación--que de hecho son las doctrinas calculadas para echar abajo toda impenitencia y para sacudir a todo cristiano mundano--no son predicadas con la frecuencia y con el poder indispensable para garantizar la salvación de la ciudad.

La pequeña iglesia de la Capilla de Marlborough, como era conocida, tenía muchos deseos de que fuera su pastor. Dejé Boston con esa cuestión en mi mente. Después de estas cosas el hermano Sears vino a visitarme, según me enteré más tarde, con una propuesta formal en el bolsillo para persuadirme de ir y establecerme en Boston. Sin embargo, cuando llegó a Oberlin y consultó con los hermanos acerca de cuán propio sería el que yo partiera, le desanimaron de tal forma que no llegó ni siquiera a presentarme el asunto.

En lo absoluto fue este mi último invierno en Boston. Tengo mucho más que decir en futuras páginas acerca de los avivamientos de aquella ciudad. En cuanto al número de conversiones aquel invierno, lo único que puedo decir es que fueron numerosas, pues constantemente recibí visitas de interesados provenientes de diferentes partes de la ciudad en mi habitación cada día. Como ya he dicho, creo que la mayoría de estos interesados fueron profesores de religión, cuyas mentes se encontraban inquietas y deseaban conocer acerca de aquella forma superior de vida cristiana.

 

 

 

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