The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CHARLES FINNEY

1868

CAPITULO 1 

MI NACIMIENTO Y MIS PRIMEROS ESTUDIOS

 

Le ha placido a Dios conectar, en cierta manera, mi nombre y mis obras a un extenso movimiento de la Iglesia de Cristo. Un movimiento que algunos consideran una nueva era en el avance de la Iglesia. Esto ha sido especialmente cierto en lo que respecta a los avivamientos de la religión. En gran medida, en este movimiento se ha involucrado el desarrollo de modificadas perspectivas de la doctrina cristiana, que hasta entonces no eran comunes y que se produjeron debido a ciertos cambios en los medios de impulsar la obra de evangelización. Fue muy natural que prevaleciera la malinterpretación de esas modificaciones de las perspectivas doctrinales y de las medidas utilizadas, y que en consecuencia, aún hombres buenos pusieran en tela de juicio la sabiduría de dichas medidas y la solidez de esas posturas teológicas, y que hombres impíos se irritaran oponiéndose vigorósamente por un tiempo a ese gran movimiento.

Me he referido a la conexión de mi nombre con estos movimientos, más solo como el de uno más de los muchos ministros de Cristo, y de otros hombres y mujeres que han sido prominentes en su difusión. Estoy consciente de que cierta porción de la iglesia me considera un innovador, más esto con respecto a la doctrina y a los medios usados; y que hay quienes me han visto como alguien importante, especialmente por haber atacado algunas de las antiguas formas de pensamiento y expresión teológica, por declarar las doctrinas del evangelio, en muchos aspectos, en un lenguaje nuevo, y por introducir otras formas de pensamiento.

Por varios años amigos de estos avivamientos, a los que mi nombre y obras se han vinculado, me han importunado de forma particular para que escriba la historia de estos sucesos. En vista de que ha prevalecido tanta incomprensión con respecto a ellos, se piensa que la veracidad de la historia exige que yo mismo declare las doctrinas que fueron predicadas en lo que concernió a mi persona, así como las medidas usadas y los resultados que produjo la predicación dichas doctrinas y el uso de tales medidas como fueron manifestados a mí y a otros por muchos años.

Mi mente parece abstenerse instintivamente a decir mucho de mi mismo, como es mi obligación hacerlo si voy a hablar con honestidad de dichos avivamientos y de mi relación con ellos. Fue por esta razón que me rehusé, hasta este momento, a emprender la tarea. En los últimos tiempos los custodios de la Universidad de Oberlin me han presentado este asunto, urgiéndome a realizar esta obra. Ellos, junto a muchos otros amigos en este país y en Inglaterra han insistido que, por la causa de Cristo, debe existir en la Iglesia un entendimiento mejor al que se ha sostenido con respecto a los avivamientos ocurridos en el centro de Nueva York y en otros lugares a partir de 1821 durante varios años, pues han sido grandemente malentendidos y han recibido mucha oposición. Debo decir que abordo la tarea con reserva por varias razones. En primer lugar, no he guardado un diario, por lo que consecuentemente tendré que confiar en mi memoria. Es cierto que mi memoria es por naturaleza tenaz, y que los eventos de los avivamientos de la religión de los que he sido testigo han dejado una impresión profunda en mi mente, y que por lo tanto recuerdo con claridad muchos de ellos, muchos más de los que el tiempo me permite compartir en esta escritura. Todo el que ha sido testigo de poderosos avivamientos de la religión es consciente de la gran cantidad de conversiones y de la profunda convicción que tienen lugar a diario, del gran interés que se produce en las gentes alrededor de aquellos que los experimentan. Cuando estas personas y hechos llegan al conocerse, suelen producirse efectos emocionantes, que son con frecuencia tan numerosos que si tan solo los sucesos más prominentes de un solo avivamiento extendido, en una determinada comunidad, quisieran ser narrados, serían detallados en un amplio volumen.

En absoluto pretendo seguir este curso en lo que estoy a punto de escribir. Me limitaré a esbozar un esquema, sobre el cual pueda reposar una idea lo suficientemente clara del tipo de estos avivamientos, y solo relataré unos cuantos eventos particulares de conversión ocurridos en diferentes lugares. Si no lo hiciera de esta manera, mi narración ocuparía demasiados volúmenes: por lo tanto propongo, de ser posible, el condensar lo que debo decir en este único volumen de tamaño moderado. Por mucho que puedan resultar interesantes los casos particulares de conversión en distintos lugares para aquellas personas próximas a sus protagonistas, el adentrarnos en los detalles de estas situaciones particulares puede resultar prolijo y aburridor para quienes se encuentran a la distancia.

También debo esforzarme en dar cuenta de las doctrinas que se predicaron, y de las medidas que se usaron, haciendo una breve mención de estos hechos, más sin embargo proporcionando suficiente información con respecto a ellos para que le sea posible a la iglesia en lo sucesivo, al menos parcialmente, estimar el poder y la pureza de esas poderosas obras de Dios. Jamás vi avivamientos de la religión tan puros y poderosos como aquellos de los que tanto se habló en contra.

Hay otra razón por la que he dudado escribir la narración de estos avivamientos. No con poca frecuencia me ha sorprendido encontrar que los recuerdos que guardo de hechos ocurridos hace varios años se diferencian de los recuentos de otras personas que gozaron de las mismas facilidades que yo para conocer el significado de aquellos sucesos. Por lo tanto, mis declaraciones son muy susceptibles a entrar en conflicto con los recuentos de otras personas que para ese tiempo debieron de haber entendido los sucesos como yo. Por supuesto debo narrar los hechos como los recuerdo. Una gran cantidad de estos eventos se refieren en general a mi persona predicando, como una ilustración de las verdades que le estaba presentando a la gente. Se me han recordado tantas veces estos hechos, y me he referido a ellos en todos los años de mi ministerio desde que tuvieron lugar, que me es imposible dudar de que los recuerde tal como ocurrieron. Si en algún modo pueda equivocarse mi memoria en alguna de mis declaraciones, o si en algún modo mi relato difiere ampliamente del de aquellos otros presentes en estos avivamientos, confío en que la iglesia tendrá por cierto que mis afirmaciones están en perfecto acuerdo con mi recuerdo actual de lo sucedido. Actualmente tengo setenta y cinco años y por supuesto puedo recordar mejor aquellas cosas sucedidas hace muchos años que aquellas que recientes. Con respecto a las doctrinas predicadas, en lo que a mi respecta, y a los medios usados para su promoción, no creo que pueda equivocarme.

Para ofrecer un recuento inteligible de la porción a la que fui llamado a actuar en esas escenas, me es necesario ofrecer la breve historia de cómo llegué a adoptar las perspectivas doctrinales que por mucho tiempo he sostenido y predicado, y que se ha considerado implican, en cierta medida, un nuevo estamento en las doctrinas del evangelio, las cuales también muchas personas han encontrado inaceptables. Por lo tanto, para que esta narrativa resulte inteligible me es menester empezar con un breve relato acerca de mi nacimiento, primera residencia y primeros estudios, mi conversión a Cristo, mis estudios de teología, y las circunstancias que condujeron a mi entrada en la obra del ministerio. El presente escrito no es una autobiografía, eso es necesario recordarlo, tampoco entraré en detalles de mi vida personal que no sirvan para ofrecer un recuento inteligible de los hechos, como se me ha pedido, sino solo aquellos que tengan relación con este gran movimiento de la Iglesia, que en este país y en otros han impulsado la reforma.

Nací en Warren, en el condado de Litchfield, Connecticut, en 1792. Cuando tenía dos años mi padre se mudó al centro de Nueva York, en el condado de Oneida, que para el momento era en gran medida un lugar desierto. La gente del lugar no gozaba de privilegios religiosos. No se habían establecido escuelas dominicales y se disponía de muy pocos libros religiosos. Los nuevos colonos, que en su mayoría provenían de Nueva Inglaterra, casi inmediatamente establecieron escuelas comunes, mas entre ellos escaseaba la predicación inteligente del evangelio. Disfruté los privilegios de la escuela común de verano y de invierno hasta que llegué a los quince o a los dieciséis años, y progresé en mi aprendizaje hasta el punto de yo mismo estar en capacidad de enseñar en la escuela, como era la meta de las escuelas comunes según eran conducidas en aquel entonces.

Mis padres no practicaban la religión, y creo que muy pocos de nuestros vecinos la profesaban. Muy rara vez escuché un sermón del Evangelio de persona alguna, a no ser que fuera de un ministro itinerante, o de algún incipiente predicador ignorante que de vez en cuando podían encontrarse por esas tierras. Recuerdo muy bien que la ignorancia de aquellos predicadores que escuché--cuando llegaba a escuchar a alguno--era tan grande que la gente del pueblo volvía de las reuniones para pasar largo rato en risa incontenible, en vista de los extraños errores y los grandes absurdos que habían escuchado. En el barrio en donde se encontraba la residencia de mi padre habíamos levantado una casa de reunión y establecido un ministro y había empezado yo a asistir a dicho ministerio cuando mi padre se vio obligado a reubicarse nuevamente, esta vez a otro sitio desierto a las faldas de la rivera sur del lago Ontario, un poco al sur de la Bahía de Sackett. Otra vez aquí viví por varios años teniendo tan pocos privilegios religiosos como en el condado de Oneida. Prácticamente la única predicación que llegué a escuchar fue la de un anciano de apellido Osgood, un hombre de notorio celo religioso, pero con muy poca educación. Su ignorancia del lenguaje era tan grande como para desviar la atención de las gentes de su pensamiento a la cómica forma en la que los expresaba. Por ejemplo, en lugar de decir "Yo soy" decía "Yo eres," y en el uso de los pronombres Tu, Ti, y etcétera, podía mezclarlos en formas tan extrañas e incongruentes, que era casi imposible el no reírse, ya que estuviese predicando u orando. Está de más decir que no recibí instrucción religiosa alguna de tales enseñanzas.

Cerca de los veinte años regresé a Connecticut, y de allí me trasladé a Nueva Jersey, cerca de la ciudad de Nueva York y me involucré en la enseñanza. Enseñé y estudié lo mejor que pude, y regresé en dos ocasiones a Nueva Inglaterra en donde asistí a la escuela superior por una temporada. Mientras asistía a la escuela superior meditaba en la posibilidad de ingresar a la Universidad de Yale. Mi preceptor se había graduado en Yale, pero me había recomendado no ir a dicha Universidad. Me dijo que sería una pérdida de tiempo, pues creía que al ritmo en el que estaba progresando, podía con facilidad terminar todo el currículum de estudios seguido en Yale en tan solo dos años, lo que en la universidad me tomaría cuatro. Me presentó tales consideraciones en ese aspecto, que como resultado no seguí mis estudios académicos más allá en ese momento. Sin embargo, más adelante, adquirí conocimientos del latín, el griego y el hebreo. Más nunca fui un erudito clásico ni alcancé tal conocimiento de las lenguas muertas como para pretenderme capaz de criticar de manera independiente nuestra traducción de la Biblia al inglés. Pocas veces me he atrevido a intentar realizar estas críticas cuando no he tenido el apoyo de las autoridades más respetables en el tema.

Mi último maestro deseaba que me uniese a él en la conducción de una academia en alguno de los estados del sur. Me sentía inclinado a aceptar su propuesta, con la intención de continuar y completar mis estudios bajo su instrucción en los intervalos del trabajo. Sin embargo, cuando le informé a mis padres, a quienes no había visto por cuatro años, mi idea de mudarme al sur, ambos estuvieron en desacuerdo y me insistieron regresar con ellos al hogar, en el condado de Jefferson, Nueva York. Después de hacerles una visita decidí ingresar al despacho de abogados de Adams en ese condado como estudiante.

Hasta este punto nunca había disfrutado lo que podrían llamarse privilegios religiosos. Nunca había vivido en una comunidad de oración, con excepción de aquellos periodos en los que asistí a la escuela superior en Nueva Inglaterra, y ciertamente la religión del lugar no estaba calculada para capturar mi atención. La predicación del lugar de mi escuela superior estaba a cargo de un clérigo de edad avanzada, un hombre excelente y muy amado y venerado por su congregación, pero cuya manera de leer sus sermones no dejaba impresión alguna en mi mente. Tenía una forma monótona y aburrida de leer las notas que probablemente tenía escritas hace ya muchos años.

Para dar cierta idea de su prédica, me permito decir que los manuscritos de sus sermones eran tan largos que bien podían caber en una Biblia duodécima. Yo, sentado en la galería, podía observar como el pastor colocaba sus manuscritos justo en medio de su Biblia, e insertaba los cuatro dedos de cada mano en los lugares en donde encontraría los pasajes de la Escritura que debía citar en su sermón. Esto hacía que le fuera necesario sostener su Biblia con ambas manos, impidiéndole cualquier gesticulación con ellas. A medida que continuaba con su prédica leía los pasajes de la Escritura en donde había incrustado los dedos y así liberaba sus dedos uno por uno hasta que ambas manos quedaban sueltas.

Yo había observado que cuando todos sus dedos estaban liberados ya casi concluía su sermón. Su lectura era sin pasión y monótona y aunque la gente la seguía con cuidado y reverencia, debo confesar que para mí, no se parecía a una predicación, o por decir lo menos, no se parecía a lo que yo pensaba que una predicación debía de ser.

Cuando nos retirábamos de la reunión solía escuchar a la gente hablar bien de sus sermones, y con frecuencia les oía preguntarse si quizá había hecho alusión en su lectura a lo que estaba sucediendo en el momento. Parecía que siempre era motivo de curiosidad lo que el pastor deseaba lograr con su prédica y si en ella había algo más que una discusión seca de doctrina. Y esta predicación era a mis ojos la mejor que hubiera escuchado en cualquier lugar. Por mi parte, yo podía considerar esa predicación como la mejor que hubiera escuchado en cualquier lugar. Sin embargo cualquiera puede juzgar si tal predicación estaba calculada para instruir o despertar el interés de un joven que no sabía nada de religión ni tenía interés en ella.

Cuando me encontraba enseñando en una escuela en Nueva Jersey, la predicación que se daba en el vecindario era, casi totalmente, en alemán. Es probable que en los cerca de tres años que permanecí en Nueva Jersey no llegara a escuchar ni media docena de sermones en inglés. Con todo esto, cuando llegué a Adams a estudiar leyes, era yo tan ignorante de la religión como cualquier pagano. Yo había sido criado en los bosques. Le había prestado poca atención al Sabat y no tenía un conocimiento definido de ninguna verdad religiosa. Fue en Adams cuando por primera vez asistí a la predicación de un ministro educado del evangelio consistentemente por cierto tiempo. El Reverendo George W. Gale, originario de Princeton, Nueva Jersey, se convirtió poco después de mi llegada a Adams en el pastor de la iglesia presbiteriana del lugar. Su predicación tenía el tipo de la vieja escuela, es decir, puramente calvinista; cada vez que presentaba las doctrinas tal como el las entendía, predicaba lo que hoy se conoce como híper calvinismo--algo que, sin embargo, no hacía con mucha frecuencia. Por supuesto, al reverendo Gale se lo consideraba en extremo ortodoxo, más no me fue posible obtener mayor instrucción de su predicación. Como yo mismo le dije en varias ocasiones, me daba la impresión de que empezaba su predicación realmente a la mitad de su discurso y que asumía muchas cosas, que para mi mente, necesitaban ser comprobadas. Parecía que Gale daba por hecho que sus oyentes eran teólogos, y por lo tanto que podía servirse de todas las grandes doctrinas fundamentales del evangelio. Por mi parte debo decir que más que edificado, su predicación me dejaba perplejo. A pesar de esto atendí a sus sermones consistentemente y conversé con él con frecuencia acerca de su enseñanza para tratar de comprender lo que realmente quería decir.

Hasta este punto nunca había vivido en un lugar en donde pudiera asistir constantemente a reuniones de oración. Cerca de nuestra oficina había una iglesia que realizaba reuniones de oración una vez por semana. Asistí a estas reuniones con frecuencia y durante meses, siempre que quedara excusado de mis labores a esa hora, para escuchar las oraciones de los fieles. En mis estudios de derecho elemental encontré que los antiguos autores citaban con frecuencia las Escrituras y que se referían especialmente a los institutos mosaicos como la autoridad para muchos de los grandes principios de la ley común. Esto encendió mi curiosidad a tal punto que adquirí una Biblia, mi primera Biblia. Cada vez que encontraba una referencia de la Biblia en los textos de derecho, consultaba el pasaje en las Escrituras para observar su conexión. Esto me llevó a adquirir un renovado interés en la Biblia, y empecé a leerla y a meditar en ella como nunca antes en mi vida. Con todo esto, no entendía una gran parte de lo que leía.

El señor Gale solía pasar con frecuencia por nuestra oficina y se dejaba ver ansioso de saber qué impresiones habían dejado sus sermones en mi mente. Yo conversaba con él con mucha libertad, y ahora puedo ver que en ocasiones critiqué sus sermones sin ninguna misericordia. Todas las objeciones que aparecieron en mi mente, las levanté delante del predicador. Al conversar con él y hacerle preguntas, me parecía que su mente estaba mistificada y que no podía definir, ni para él mismo, lo que quería decir con todos los términos importantes que usaba. De hecho, me parecía imposible asociar significado alguno a muchos de los términos que usaba con gran formalidad y frecuencia. ¿A qué se refería con arrepentimiento? ¿Era éste un mero sentimiento de pesar por el pecado? ¿Era en conjunto un estado pasivo de la mente o implicaba un elemento de la voluntad? ¿Si el arrepentimiento era un cambio de mente, respecto a qué era este cambio? ¿A qué se refería con el término regeneración? ¿Qué significa ese lenguaje cuando se refiere a una transformación espiritual? ¿A qué se refería con fe? ¿Era la fe un mero estado intelectual? ¿Era simplemente una convicción, o una persuasión de que lo dicho en la Biblia era cierto? ¿A qué se refería con santificación? ¿Implicaba la santificación algún cambio físico en el sujeto o alguna influencia física por parte de Dios? Yo no podía dar respuesta a estas interrogantes, y tampoco me parecía que él mismo supiera en qué sentido hacia uso de esos términos o de palabras semejantes.

Tuvimos grandes y muchas conversaciones interesantes, pero que más bien estimulaban mi mente a continuar indagando y no llegaban a satisfacerla en cuanto a la verdad. Sin embargo, a medida que leía mi Biblia, asistía a las reuniones de oración, escuchaba la prédica del señor Gale y conversaba con él, con otros ancianos de la iglesia y de vez en cuando con otras personas acerca del tema de la fe, empecé a sentirme muy inquieto. Bastó aplicar un poco de pensamiento para llegar a entender que de ninguna manera mi mente se encontraba en un estado que me permitiera llegar al cielo en caso de morir en esa condición. Me parecía que algo de infinita importancia yacía en la religión, y pronto llegué a entender que si el alma era inmortal, me era necesario experimentar un gran cambio en el estado interior de mi mente que me permitiera estar preparado para la felicidad en el cielo. Sin embargo aún mi mente no había adoptado una postura en cuanto a la veracidad o a la falsedad del evangelio y de la religión cristiana. De cualquier modo, la interrogante dentro de mí era demasiado importante como para permitirme descansar en medio de la incertidumbre del tema.

Me llamaba particularmente la atención que las oraciones que escuchaba en sus reuniones de oración todas las semanas, hasta lo que yo podía ver, permanecían sin respuesta. De hecho, podía interpretar por sus continuas oraciones y por las observaciones que hacían en sus reuniones, que ellos mismos no consideraban sus oraciones como contestadas. En la lectura de mi Biblia había descubierto lo que Cristo decía acerca de la oración y de las respuestas a la oración. Él dijo: "Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo aquel que pide, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá". También leí que Cristo afirma que Dios está más dispuesto a dar su Espíritu Santo a aquellos que se lo piden que los padres terrenales lo están de dar buenas dádivas a sus hijos. Continuamente les escuchaba orar por el derramamiento del Espíritu Santo, como a menudo les escuchaba confesar sus debilidades y el no haber recibido lo que pedían. Se exhortaban unos a otros a despertar e involucrarse, y a orar fervientemente por un avivamiento de la religión, afirmando que si cumplían con su deber, orando por el derramamiento del Espíritu y mantenían su compromiso, el Espíritu de Dios se derramaría, se produciría el avivamiento de la religión y los impenitentes como yo serían convertidos. Sin embargo, en sus oraciones y conferencias continuamente confesaban, que no habían logrado progresos sustanciales ni en sus oraciones ni en sus esfuerzos, ni en la obtención de un avivamiento de la religión. La inconsistencia de sus declaraciones, el hecho de que oraran tanto y sin respuesta, fue una triste piedra de tropiezo para mí. No sabía que hacer con eso. En mi mente se levantaba la pregunta de si estas personas quizá no eran verdaderamente cristianas, y por lo tanto no tenían acceso a Dios, o si más bien yo había mal entendido las promesas y las enseñanzas de la Biblia en ese aspecto, o si tal vez debía concluir que la Biblia no era cierta. En todo esto había algo inexplicable para mí, algo que en cierto momento estuvo a punto de llevarme a un estado de escepticismo. A mi modo de ver las enseñanzas de la Biblia no estaban en armonía con los hechos que presenciaba con mis ojos.

En cierta ocasión, cuando estaba en una de sus reuniones de oración, se me preguntó si deseaba que oraran por mí. Les respondí que no, pues no podía ver que Dios respondiera sus oraciones. Dije: "Supongo que necesito que se ore por mí, pues soy un pecador: pero no veo como podría beneficiarme el que ustedes orasen por mí, pues ustedes están pidiendo continuamente, mas no reciben. Ustedes han estado orando por un avivamiento de la religión desde que llegue a Adams, sin embargo aún no lo tienen. Han estado orando para que el Espíritu Santo descienda sobre ustedes mas continúan quejándose de sus flaquezas". Recuerdo que una vez hice uso de esta expresión: "Desde que asisto a sus reuniones han orado suficiente como para eliminar toda la maldad de Adams, si es que realmente hay virtud en sus oraciones. Pero aquí siguen, orando todavía y quejándose aún". Fui ferviente en lo que dije y estaba bastante irritado, creo que por consecuencia de haber sido confrontado continuamente con las verdades religiosas, lo cual era algo totalmente nuevo para mí. Sin embargo en mi lectura posterior de la Biblia me asombró ver que la razón por la cual sus oraciones no eran contestadas era porque no estaban cumpliendo con las condiciones reveladas en base a las cuales Dios había prometido dar respuesta a la oración: ellos no estaban orando con fe, es decir, no estaban orando con la expectativa de que Dios les diera aquello por lo que oraban. Vi que había muchas condiciones reveladas en la Biblia en base a las cuales la oración podía ser respondida que ellos estaban pasando por alto. Este pensamiento, sin embargo, permaneció por algún tiempo en mi mente en forma de interrogantes confusas y no como algo definido que pudiera declarar con palabras. De cualquier modo, este descubrimiento alivió mi mente con respecto a la veracidad del evangelio; y después de luchar en este modo por cerca de dos o tres años, me convencí de que pese a cualquier mistificación que existiera en mi mente, en la de mi pastor o en la de la iglesia, la Biblia era verdaderamente la Palabra de Dios. Una vez convencido de esto, fui confrontado con otra pregunta: ¿aceptaría a Cristo, como lo requería el evangelio o seguiría mi vida el curso del mundo? Ahora puedo ver que mi mente había sido tan impresionada por el Espíritu Santo en ese periodo, que me hubiera sido imposible dejar esa pregunta sin respuesta, y tampoco podría permanecer dubitante entre los dos cursos que le habían sido presentados a mi vida.

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