The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 31 

NUEVAS LABORES EN CASA Y EN OTRAS PARTES

 

Llegamos a Oberlin en mayo y allí tuvimos un avivamiento muy interesante, especialmente entre nuestros estudiantes. Este avivamiento duró todo el verano. En el siguiente otoño fui invitado a visitar Nueva York y a laborar en el Tabernáculo de Broadway, en el mismo lugar en el cual había trabajado antes. Me enteré de que se había hecho e hábito de permitirle a varias sociedades hacer uso del Tabernáculo para la celebración de sus aniversarios, y para varios tipos de lecturas, especialmente durante el invierno. Sabía muy bien que no sería posible promover un avivamiento en aquella casa si continuamente se estaba usando para tales propósitos. Por esta razón le escribí al hermano Thompson, quien era el pastor, para decirle que solo podría aceptar su invitación si durante el tiempo de mi estancia se prohibiera el uso del Tabernáculo para otros propósitos. El pastor respondió en breve diciendo que se había tomado la decisión de no permitir que el Tabernáculo fuera cedido a ningún sociedad durante el curso de mis labores; dijo también que se la misma congregación había levantado un fondo para suplir sus propios gastos, para impedir así hallarse luego en alguna necesidad que les obligara a permitir que se usara la casa para cualquier otra cosa.

Llegado el momento, mi esposa llegamos a Nueva York y empezamos nuestras labores. Para mi sorpresa, pronto descubrí que el hermano Thompson se rehusaba completamente a colocar carteles que anunciaran nuestras reuniones en la ciudad. Le dije que nunca había sabido que se objetara aquello, ni en este país ni en Europa, y que aquella costumbre de colocar carteles para promover nuestras reuniones era universal en las grandes ciudades. Con todo, continuó rechazando que esto se hiciera, y en consecuencia nuestras reuniones se anunciaron solamente por medio de boletines que de cuando en cuando se repartían en las reuniones. La congregación del hermano Thompson no era muy grande, aunque el edificio sí lo era. La gente preguntaba continuamente cuándo iba yo a predicar. Por lo general el señor Thompson era quien predicaba en el Sabbat. La gente estaba ansiosa por saber en qué momento iba yo a predicarles, pues para ellos era un desconocido. Mas aún con esto rara vez o nunca le anunciaba a la gente en qué momento del día yo iba a predicar. Si por ejemplo, durante un Sabbat o dos yo predicaba en la mañana o en la tarde, la gente venía ansiosa para escucharme a esas horas, mas varias veces este hermano hacía el cambio para él predicar en el horario que me había correspondido la semana anterior. Esto hacía que me fuera difícil capturar a la gente. Nunca me pude explicar el método de este hermano, lo único que puedo hacer es narrar los hechos como ocurrieron. Con todo, apenas empecé mis labores descubrí que los hombres que estaban encargados de los asuntos financieros de la congregación empezaron a permitir nuevamente el uso del Tabernáculo durante la semana para otras causas. Pensé al principio que estos serían casos excepcionales, mas pronto me enteré de que las sociedades a las que se les había permitido el uso del lugar en años anteriores, y aquellos que habían estado en hábito de realizar lecturas también allí, le informaron a los líderes de la congregación que si nos les permitían hacer uso de las instalaciones durante aquel invierno según lo acostumbrado, buscarían otro sitio y no volverían más. Con esto se vino abajo la decisión que habían tomado de no prestar la casa, y consecuentemente quedaron fracturadas en gran medida nuestras prédicas de entre semana. Cierto Sabbat le prediqué a una casa llena en la tarde y en la noche, la congregación parecía estar casi lista y al punto de concebir un verdadero interés religioso. Sin embargo, de camino a casa me expuse al frío y en la mañana del lunes me fue imposible levantarme de la cama.

Yo debía predicar el martes en la noche. Pero llegado el momento aún estaba en cama. Me sentía muy ansioso; pero como el hermano Thompson sabía de mi enfermedad, supuse que se habría preparado para predicar, o que habría destinado a alguien más para que ocupara mi lugar. Sin embargo, por alguna razón no hizo ni lo uno ni lo otro. Al llegar la noche simplemente le dijo a la gente que yo no podría predicar y les despidió. Tan pronto me recuperé lo suficiente como para predicar, prediqué pero más bien muy poco. Me di cuenta de que bajo esas circunstancias sería imposible promover un avivamiento. Por esta razón me fui para aceptar una invitación de Hartford, Connecticut, para realizar una serie de reuniones. Fui enviado por el hermano William Patton, quien para entonces era pastor en una de las iglesias congregacionales de aquella ciudad. Allí empecé mis labores, y pronto una poderosa influencia de avivamiento se sintió en medio de la gente.

En esta época existía un desafortunado desacuerdo entre el doctor Hawes y el doctor Bushnell. Como es bien sabido la ortodoxia del doctor Bushnell estaba siendo cuestionada y el Hawes opinaba que sus perspectivas era sumamente objetables.

De cualquier modo, tanto el doctor Hawes como el doctor Bushnell asistían a nuestras reuniones, y ambos manifestaron en aquella obra que había empezado con tanta fuerza. Los dos me invitaron a predicar a sus iglesias, y acepté sendas invitaciones. Aún con esto los hermanos laicos de la ciudad sentían que aquel desacuerdo entre estos ministros era una piedra de tropiezo, por lo que expresaban con urgencia la necesidad de un acercamiento fraternal entre estos dos hombres, para que pudieran tomar una postura unificada delante de la gente y promover la obra. La gente, en general, no simpatizaba con las fuertes perspectivas del doctor Hawes acerca de la ortodoxia del doctor Bushnell. Cuando me informaron acerca de esto, desde un espíritu de fraternidad, abordé al hermano Hawes y le dije que se encontraba en una posición falsa, y que la gente se sentía atribulada al verle enfatizar tanto en los que él asumía eran errores del doctor Bushell. Le dije también que creía que en su gran mayoría la gente no podía justificar su posición. El doctor Hawes era un buen hombre, y mostró mucho pesar al sentirse responsable del asunto.

Una noche estaba yo predicando, si mal no recuerdo para el hermano Patton, y se encontraban presentes los tres ministros congregacionalistas. Después de saludarles me siguieron a mi alojamiento y el doctor Howes me dijo: "Hermano Finney, estamos convencidos de que el Espíritu del Señor se ha derramado en este lugar, ¿qué podemos ahora hacer los ministros para promover esta obra?" Les dije con mucha libertad lo que pensaba. Que sobre ellos pesaba una gran responsabilidad y que a mi parecer de ellos dependía que la obra se extendiera o no a toda la ciudad. Que si les era posible reconciliar sus diferencias, y presentarse ante las iglesias unidos y apropiarse de la obra se removería un gran obstáculo. Que si esto hacían podíamos esperar que la obra corra rápidamente en todos los puntos cardinales. Los ministros vieron la posición en la que se encontraban, pues mis palabras fueron bastante claras, y los doctores Hawes y Bushnell acordaron dejar de lado sus dificultades y dedicarse a la promoción de la obra. Debo decir que me parece que el hermano Patton nunca había simpatizado con las fuertes perspectivas del hermano Hawes; y que el mismo doctor Bushnell no parecía tener ninguna controversia con el doctor Hawes. En otras palabras, el obstáculo a removerse ante el público era principalmente la falta de voluntad del Hawes para cooperar cordialmente con los otros ministros que estaban involucrados en la obra.

El doctor Hawes era un hombre demasiado bueno como para persistir en cualquier cosa que pudiera prevenirle de hacer lo que fuera por promover la obra. Así fue que desde ese momento empezamos a trabajar juntos con una buena medida de cordialidad. La obra se extendió a todas las congregaciones y por varias semanas continuó con fuerza. Sin embargo hubo una particularidad acerca de aquella obra que nunca he olvidado. Si no me equivoco llovió ferozmente durante todos los Sabbats, mientras duró mi permanencia en aquella ciudad. Casi nunca he presenciado tal sucesión de tormentosos domingos en toda mi vida. Aún con esto nuestras reuniones estaban llenas, y considerando que el lugar era Hartford, la obra se volvió poderosa y extensa.

Quienes conocen Hartford saben cuan puntillosos y precisos son sus pobladores con respecto a todo lo que hacen. Le tenían miedo a cualquier medida que no fueran las simples reuniones de oración, predicación y para inquirir. En otras palabras, el invitar a los pecadores a pasar adelante y romper así con el temor al hombre y entregarse enteramente a Dios era algo que ni siquiera valía la discusión. El doctor Hawes en especial le tenía terror a esas medidas. En consecuencia en este lugar no pude hacer aquello. Este ejemplo ilustra el gran temor que le tenía el doctor Hawes a esas medidas: una noche, durante una reunión para aquellos que estaban ansiosos por sus almas en su sacristía, a la que había asistido un gran número de gente, al cerrar la sesión le pedí a aquellos que estaban dispuestos a entregarse a Dios en ese mismo momento que se arrodillaran. Mi petición dejó al doctor Hawes sobresaltado, quien antes de que la gente se pusiera de rodillas les dijo que nadie estaba obligado a arrodillarse a menos que lo hicieran de buena gana y por voluntad propia; por lo cierto yo estaba consciente de que la gente estaba lista para el compromiso. Se arrodillaron y oramos con ellos. Una vez que los asistentes se pusieron de pie y empezaron a marcharse el doctor Hawes me dijo: "siempre he sentido que medidas similares son necesarias, pero he tenido tanto temor de hacer uso de ellas. Siempre supe que se necesitaba algo que les hiciera adoptar una postura y que les indujera a actuar en base a las convicciones que han adquirido, pero no he tenido el coraje de hacer algo así". Le dije que en lo personal había descubierto que tales medidas eran indispensables para llevar a los pecadores a un punto de sumisión.

Durante este avivamiento mucha oración tuvo lugar. En especial los nuevos convertidos se entregaron en gran medida a la oración. Supe que una noche, después del servicio, uno de los nuevos convertidos invitó a otro a ir con él a casa para tener un tiempo de oración juntos. El Seños estuvo con ellos, y el día siguiente invitaron a más personas, al otro día a aún más gente, y así hasta que la reunión se hizo tan grande que fue necesario dividirla. Estas reuniones se daban después de a prédica. A la segunda reunión, este nuevo grupo que había resultado de la división ya era tan grande que fue necesario dividirlo también. Supe en aquel entonces que tanto se multiplicaron estas reuniones en medio de los nuevos convertidos que se convirtió en una costumbre casi universal el reunirse a orar en diferentes lugares después de los servicios. Finalmente empezaron a invitar a las reuniones a gente que se encontraba en angustia por su alma y a todo el que deseaba que se orara por él. Esto condujo a un esfuerzo bastante organizado por parte de los nuevos convertidos en pro de la salvación de las almas.

Una situación muy interesando surgió en las escuelas públicas para esta época. Me dijeron que los ministros habían quedado de acuerdo en no visitar escuelas públicas ni hacer en ellas esfuerzos religiosos, para no excitar celos en las diferentes denominaciones. Sucedió una mañana que al reunirse un gran número de muchachos se encontraron tan profundamente afectados que no les era posible estudiar, y le pidieron al maestro que orara por ellos. El hombre no era profesor de religión, por lo que mandó a decirle a uno de los pastores el estado de las cosas, y le pidió que fuera y que sostuviera servicios religiosos con ellos. Este pastor se excusó diciendo que había un acuerdo entre los ministros en el cual se había dicho que no realizarían ningún tipo de servicio religioso ni visitarían las escuelas públicas para prevenir la animosidad entre las denominaciones. El maestro envió por otro ministro y luego por otro, según me dijeron, mas la respuesta fue que él mismo debería orar por los estudiantes. Con esto quedó en una situación apretada. Si no me equivoco la cosa desembocó en que este mismo maestro terminó dándole su corazón a Dios. Tengo entendido que un buen número de estudiantes de varias escuelas comunes se convirtieron para aquel tiempo.

Todo el que está familiarizado con la ciudad de Hartford sabe que sus habitantes son gente inteligente, que todas las clases son educadas y que quizás no existe otra ciudad en el mundo como esta, en donde un alto nivel de educación es tan general. Cuando llegó la hora de recibir convertidos, unas seiscientas personas, si no me equivoco, se unieron a las iglesias. Antes de irme el doctor Hawes me dijo: "¿Qué haremos con estos recién convertidos? Si hacemos de ellos una iglesia aparte sin duda se volverán en admirables obreros en pro de las almas. Si en cambio los integramos a nuestras iglesias, en donde tenemos tanta gente mayor de quienes siempre se espera que asuman el liderazgo en todo, los nuevos miembros en su modestia quedaran a la sombra de los más antiguos; y seguirán viviendo como han vivido, sin ninguna eficiencia." De cualquier modo, me parece que los nuevos convertidos, tanto hombres como mujeres, formaron una especie de Sociedad Misionera para la Ciudad, y se organizaron con el propósito de realizar esfuerzos dirigidos a la conversión de las almas dentro de la ciudad. Un gran número de ellos hicieron este tipo de esfuerzos. Una de las principales jóvenes damas de la ciudad, quizá tan reconocida y respetada como cualquier dama madura de la ciudad, se comprometió a procurar la salvación de jóvenes que pertenecían a familias de alto nivel social y de dinero que habían caído en malos hábitos y en decadencia moral y que habían perdido su carácter, su prestigio y el respeto de la gente.

La posición y el carácter de esta joven le hizo posible y apropiado el hacer estos esfuerzos sin producir sospechas de alguna intención mal sana de su parte. Tomó medidas para tener la oportunidad de conversar con este tipo de jóvenes; y según tengo entendido, para reunirlos para que puedan recibir instrucción religiosa, participar en la conversación y en la oración. Tuvo mucho éxito y muchos de ellos alcanzaron salvación. Si me han informado con la verdad los convertidos de aquel avivamiento se constituyeron en una gran fuerza de bien para aquella ciudad. Muchos de ellos continúan todavía allí, muy activos en la promoción de la religión.

La señora Finney estableció reuniones de oración para las damas. Estas reuniones tenían lugar en las sacristías de las iglesias. Muchas mujeres asistieron a estas reuniones y se mostraron muy interesadas. Las damas estaban muy unidas y comprometidas y, bajo la dirección de Dios, se convirtieron en una fuerza principal en la promoción de la obra en la ciudad. Las doctrinas que prediqué fueron las mismas que he predicado en todas partes. Y las medidas usadas fueron las que siempre había usado, con la excepción de la silla ansiosa. De cualquier modo, después de predicar y como era mis costumbre, invité a os que deseaban conocer cómo recibir salvación a la sacristía para departirles instrucción particular, por lo general esas reuniones siempre fueron bastante grandes. Muchos casos impactantes de conversión tuvieron lugar, como fue lo usual en todas partes.

Partimos de aquella ciudad aproximadamente el primero de abril, y estando de camino a casa nos detuvimos en Nueva York. Allí prediqué para el hermano Henry Ward Beecher en Brooklyn. En aquella congregación había una profunda y creciente influencia religiosa, tanto cuando llegamos como cuando nos fuimos. Prediqué unas pocas veces ya que mi estado de salud no me permitió más. Al llegar a casa continué con mis labores usuales y se obtuvo como resultado un alto grado de influencia religiosa entre los estudiantes, la cual se extendió más o menos de forma general a los habitantes de la región. Se ha convertido en cosa común el que haya un gran número de estudiantes mostrando interés por su salvación todas las semanas y todos los meses, al punto que los habitantes asumieron esto como algo natural. No había novedad alguna en tal estado de cosas, por lo que tampoco se evidenciaba el interés que se hubiera exaltado en otros lugares. De cualquier modo, la gente buena siempre se mantenía en oración por el avance de la obra en medio delos estudiantes, y siempre contábamos con un buen número de nuestra gente que se entregaba en cuerpo y alma a estos movimientos.

Para el siguiente invierno habíamos dejado Oberlin por la época usual en el otoño. Nos dirigimos al este para ocupar un campo de labores al cual habíamos sido invitados. Estando en Hartford, durante el anterior invierno, habíamos recibido la invitación para ir a laborar a la ciudad de Siracusa. Los hermanos metodistas habían estado celebrando una prolongada reunión, y el grado y el tipo de emoción que se había manifestado entre ellos provocaron la oposición de los profesores de religión de otras denominaciones. Esto resultó estado de cosas desagradable. Esta era la situación cuando el ministro de la iglesia Congregacional llegó a Hartford para persuadirme, de ser posible, de ir a Siracusa. No sentí que era mi deber el acudir a aquel llamado en ese momento, por lo que no le di más pensamiento al asunto. Sin embargo, mientras nos dirigíamos al este nos encontramos a este mismo ministro en Rochester, quien ya no era para entonces el pastor de aquella pequeña iglesia congregacionalista de Siracusa. Aún con esto aquel hermano tenía tal interés en su antigua congregación que me hizo prometerle que me detendría en aquella ciudad y que me quedaría al menos un Sabbat. Así lo hicimos, y nos encontramos con una pequeña iglesia congregacional muy desanimada. Eran pocos en número. Esta iglesia estaba compuesta en su mayoría por gente con las perspectivas más radicales en cuanto a todas las grandes cuestiones de la reforma. Las iglesias presbiteranas, y en general, todas las demás iglesias, para nada simpatizaban con ella y daba la impresión de que estaba condenada a la extensión. Allí prediqué un Sabbat y aprendí tanto acerca de la condición en la que se encontraba esta congregación que me vi obligado a quedarme para el siguiente Sabbat. Pronto empecé a notar movimiento en medio de aquellos huesos secos.

Algunos de los miembros líderes de esta iglesia congregacional empezaron a hacer confesión entre ellos, y a hacer confesiones públicas acerca de cómo se habían alejado de Dios y de otras cosas que habían provocado aquellos prejuicios en contra de ellos en aquella ciudad. Con esto quedaron reconciliados con la gente de los alrededores y las personas empezaron a reunirse con ellos. Pronto la casa de oración resultó estrecha. Mis intenciones habían sido quedarme tan solo un Sabbat, pero ahora no me era posible ver la forma de salir del lugar, así me encontré de domingo a domingo. El interés religioso continuó aumentando y extendiéndose. El Señor removió los obstáculos e hizo que los cristianos empezaran a unirse entre sí. Las iglesias presbiterianas se abrieron por completo a nuestras reuniones, y las conversiones empezaron a multiplicarse por todos lados. Con todo, como en algunas otras ocasiones, mi predicación estaba dirigida a los cristianos. La simpatía entre los cristianos había sido muy poca, y se necesitaba de mucho trabajo en medio de los profesores de religión antes de que pudiéramos concentrarnos en la labor fuera de las iglesias. Así fue que continué mi labor en las diferentes iglesias hasta que la Segunda Iglesia Presbiteriana se quedó sin pastor, entonces concentramos en gran medida nuestras reuniones en esa iglesia, las mismas que continuaron a lo largo del invierno.

Nuevamente en este lugar la señora Finney estableció con mucho éxito sus reuniones de damas. Por lo general, las reuniones se sostenían en el salón de clases de la Primera Iglesia Presbiteriana, el cual resultaba bastante cómodo y adecuado para tales encuentros. Muchos sucesos interesantes transpiraron en estas reuniones aquel invierno. Después de cierto tiempo cristianos de diferentes denominaciones asistían, y las dificultades que habían existido entre ellos parecían haberse extinguido. Ninguna de las iglesias presbiterianas tenían pastor en aquel entonces, por lo que ninguna tenía puertas abiertas para los nuevos convertidos. Esto no me resultaba desagradable, pues estaba consciente del gran peligro que corrían aquellos nuevos creyentes, que tan celosamente habían sido alcanzados, si empezaban a ser aceptados en estas congregaciones. Sentía que eso podría afectar la obra.

Cuando nos aprestábamos a partir en primavera informé desde el púlpito, asumiendo toda responsabilidad, que el próximo Sabbat tendríamos un servicio de comunión al cual estaban invitados todos aquellos que amaran sinceramente al Señor Jesús y que hubieran dado evidencia de una vida transformada. Aquella fue una de las reuniones de comunión más interesante que he presenciado. La reunión, si no estaba llena por completo, lo estaba casi a capacidad. Dos ministros bastante avanzados en edad, el Padre Waldo y el Padre Brainard, asistieron y brindaron su ayuda durante el servicio. La congregación estaba muy conmovida y resultó en unas de la comunión más amorosa y alegre del pueblo de Dios que jamás he visto.

Después de mi partida, las iglesias consiguieron pastores tan pronto les fue posible. Se me ha informado que aquel avivamiento produjo mucho y permanente bien. Más tarde la iglesia Congregacional construyó una gran casa de adoración, y desde entonces ha sido mi entender que se ha mantenido como una iglesia saludable. Las iglesias Presbiterianas, y creo que las Bautistas también, fueron grandemente fortalecidas en fe y en número.

La obra fue muy profunda en medio de muchos de los profesores de religión. Me es menester mencionar un hecho muy impactante. Había entonces una dama de apellido Childs que vivía en el primer distrito. Ella era una mujer cristiana casada con un inconverso. Una señora muy refinada y de bello carácter moral y persona. Su esposo era un mercader de buen carácter moral, al menos hasta donde puedo decir en base a so conversación, y muy amante de su esposa. Esta dama asistió a las reuniones y llegó a una profunda convicción de la necesidad de una obra de gracia más intensa en su alma. Cierto día me visitó estando en un estado de ansiosa inquietud. Después de una breve conversación, llamé su atención a la necesidad de una consagración total. Le dije que después de rendirse totalmente a Dios debería creer en que recibiría el sello del Espíritu Santo. Ella ya había escuchado la doctrina de santificación y estaba muy interesada en saber cómo lograr esto en su vida. Le di las instrucciones breves que ya he mencionado, se levantó de prisa y me dejó. Tanta era la presión en su mente que se sentía en gran urgencia de apropiarse de la plenitud que está en Cristo. No creo que estuvo en mi alcoba más de cinco o diez minutos cuando salió como quien tiene que atender el más urgente de los asuntos. Regresó aquella misma tarde a todas luces llena del Espíritu Santo. Me contó que inmediatamente salió de mi habitación se dirigió a su casa, entró en su alcoba y se rindió ante Dios y se consagró por completo a él. Me dijo que nunca antes había tenido tal claridad de lo que aquello significaba y que había hecho una rendición completa de su persona y de todo lo que tenía en manos de Cristo. De inmediato su mente se tornó en total calma, y sintió que empezó llenarse de la plenitud del Espíritu Santo. En breve se sintió elevarse por encima de sí misma, y su gozo era tan intenso que casi le resultaba imposible no gritar.

Como ya dije, esta dama vino a visitarme aquella tarde, después de la cena. Conversamos algo y me di cuenta de que se encontraba en peligro de caer en una emoción incontrolable. Traté lo mejor que pude de advertirle de no caer en tal situación y se marchó a su casa. En la noche asistió a nuestra reunión de oración y conferencia; y siendo que las personas se levantaban una tras otra a relatar su experiencia cristiana, ella también se levantó para decir lo que Dios había hecho y estaba haciendo en su alma. Literalmente su rostro brillaba de gozo. Creo no equivocarme al decir que todos los presentes quedaron impactados con aquel radiante halo que despedía su rostro. Avanzó un poco más en su relato y empezó a notarse incoherente, como si se estuviera olvidando de su propia persona. De esto me di cuenta al momento y me puse de pie a su lado y muy suavemente le pedí que tomara asiento. Luego le pedí a sus amigos que la llevaran a casa y le dije a mi esposa que fuera con ella. Mi esposa así lo hizo y permaneció con ella unos dos o tres días hasta que si emoción se apaciguó. Su gozo era tan grande que prácticamente la llevó fuera de sí por varios días y corrió verdadero peligro de perder por completo la razón. Pero mi esposa se quedó junto a ella y no permitió visitas de nadie, y logró calmarla y apaciguarla lo mejor que pudo hasta que el peligro de enloquecer pasó por completo.

Días después su esposo vino a verme una mañana con su trineo y me pidió dar un paseo junto a él. Lo hice y descubrí que su propósito era hablarme acerca de su esposa. Me contó que ella había crecido en le congregación de los Amigos y que cuando se casaron él llegó a pensar que su mujer era una de las personas más perfectas que había conocido. Pero luego, dijo él, cuando ella se convirtió pudo observar un cambio aún mayor del que consideraba posible, pues ya la pensaba moralmente perfecta en su vida exterior. Mas, el cambio en su espíritu y en la forma en la que se conducía fue tal cuando sucedió su conversión, que nadie podía dudar de que realmente se había convertido. "desde entonces", continuó el esposo, "he creído que ella es casi o por completo perfecta. Pero ahora ha manifestado la transición a un cambio aún mayor. Lo veo en todo. Hay tanto espíritu en ella, tanta transformación, tanta energía en su religión y tal plenitud de gozo, de paz y de amor". Y luego me preguntó: "¿Qué debo hacer ante tal cosa? ¿Cómo se supone que interprete todo esto que ha sucedido? ¿Realmente los cristianos experimentan estos cambios?"

Traté de explicarle lo mejor que pude. Traté de hacerle entender que su mujer, por su educación, era cuáquera, lo que su conversión había logrado en ella, y luego le dije que lo que estaba presenciando era un bautismo fresco del Espíritu Santo. Él estaba manifiestamente sorprendido por los cambios que su esposa había vivido, especialmente por el último. Aquella dama ya ha partido a la presencia del Señor, pero la esencia de aquella unción permaneció con ella toda su vida, según he podido saber.

Le escuchado frecuentemente a mi esposa hablar de cierta circunstancia ocurrida durante sus reuniones que es importante traer a colación en este momento. Sus reuniones se componían de las damas más cultivadas y refinadas de diferentes iglesias. Y de acuerdo a mi esposa muchas de ellas eran fastidiosas. Sin embargo, entre ellas había una mujer de avanzada edad y sin educación, que solía levantarse a hablar, no pocas veces ante el gran desagrado de las damas, de lo cual mi esposa se pudo dar cuenta. De alguna manera aquella anciana tenía la impresión de que era su deber hablar en cada una de las reuniones, e incluso en ocasiones se quejaba de que el Señor le hubiera dado la tarea de hablar en las reuniones, cuando habían tantas damas educadas a las que les era permitido quedarse en sus asientos sin tomar parte. Ella se cuestionaba por qué Dios le había dado la tarea de hablar, cuando aquellas finas mujeres, que sin duda podrían hablar tanto para la edificación de las demás, tenían permiso de asistir a las reuniones "sin cargar una cruz", según ella explicó. Esto siempre lo decía en forma de queja. El hecho de que esta señora sintiera que era su deber intervenir en cada reunión molestó y trajo desánimo a mi esposa, quien había notado que estos comentarios no producían interés en las damas, sino más bien disgusto.

Sin embargo, después de que esto se diera durante algún tiempo, un día esta misma anciana se puso de pie en una de las reuniones con un espíritu diferente. Mi esposa cuenta que la vio levantarse y que en una primera instancia lamentó la pérdida de tiempo que iba a significar. Mas tan pronto la mujer abrió la boca todas pudieron notar que se había producido un cambio en ella. Había llegado a la reunión llena del Espíritu Santo y relató su experiencia de tal manera que provocó la mirada atenta de las mujeres. Mi esposa notó al momento que había un gran interés por lo que la señora tenía que decir, quien continuó hablando de lo que Dios había hecho por ella de tal modo que produjo convicción en todas las asistentes. Las damas se voltearon o se sentaron al borde de su asiento para poder escuchar cada palabra y pronto las lágrimas empezaron a correr y un gran mover del Espíritu Santo se manifestó de inmediato en toda la congregación. Frecuentemente mi esposa habla de aquel impresionante cambio y del mucho bien que produjo en medio de las damas y de cómo aquella anciana se convirtió en una de las favoritas. Después de aquel día anticipaban poder escuchar de reunión en reunión lo que Dios había hecho y continuaba haciendo en el alma de aquella mujer.

En esa ciudad conocí a una mujer cristiana a quien llamaban "Madre Austin". Ella poseía una fe admirable. Era pobre y dependía por completo de la caridad de los cristianos del lugar para su subsistencia. No había recibido educación y era evidente que se había criado en una familia muy poco cultivada. Sin embargo, su fe era tan magnífica que había alcanzado la confianza de todo el que la conocía. Tanto cristianos como incrédulos consideraban a Madre Austin una santa. No creo haber sido testigo de una fe tan grande, tan implícita y con tanta simplicidad como aquella que presencie en esta mujer. Se me contaron muchas cosas acerca de ella que denotaban su confianza en Dios y las sorprendentes maneras en las que Dios proveía para ella cada día. En cierta ocasión Madre Austin me dijo: "Hermano Finney, me es imposible sufrir por ninguna de las necesidades de esta vida pues Dios me ha dicho "Confía en el Señor y haz el bien; para que vivas en la tierra y recibas tu alimento". Me relató muchos hechos, y muchos más me fueros contados por otros, que ilustraron el poder de su fe.

Madre Austin me dijo que cierta ocasión, un Sábado por la tarde un amigo suyo, que era por cierto impenitente, vino a visitarla y después de conversar por algún tiempo le ofreció un billete de cinco dólares. La mujer sintió muy dentro una advertencia a no tomar el dinero. Sintió que el hombre le daba el dinero para sentirse mejor consigo mismo, como un acto para justificarse a sí mismo y entendió que el recibir la limosna le haría más mal que bien a su amigo. Rechazó el billete y el hombre se marchó. Madre Austin apenas tenía leña y comida para pasar el Sabbat y no tenía medio alguno para conseguir más. Con todo no sintió temor alguno de confiar en Dios en medio de aquellas circunstancias, pues ya por muchos años había hecho.

Con la llegada del Sabbat vino también una violenta tormenta de nieve. Nevó de forma terrible durante todo el día domingo y aún en la noche. En la mañana del lunes había varios pies de nieve y las calles esta estaban bloqueadas al punto de que no se podía pasar sin hacer camino con pala. En aquel entonces Madre Austin tenía en casa a un hijo pequeño, ambos eran los únicos integrantes de la pequeña familia. Al levantarse en la mañana se dieron cuenta de que estaban inundados de nieve a diestra y siniestra. Lograron reunir suficiente combustible para encender un pequeño fuego, y enseguida el pequeño empezó a preguntar qué iban a desayunar. Ella respondió: "no sé hijo mío, pero el Señor proveerá". Miro hacia fuera y vio que nadie podía pasar las calles. El muchacho empezó a llorar amargamente, pues había entendido que morirían de frio o de hambre. Con todo, la mujer empezó a hacer preparaciones necesarias para el desayuno, si es que alguno llegaba. Me parece que me dijo que puso la mesa, y otros arreglos para su desayuno, confiando en que este llegaría en su debido momento. Casi enseguida escuchó conversaciones en voz alta que venían desde la calle, fue a la ventana para ver de qué se trataba y he aquí se trataba de un hombre en un trineo personal junto a otros que removían a pala la nieve para que el caballo pudiera abrirse paso. Llegaron a su puerta trayéndole suficiente combustible y provisiones, y todo lo que necesitaría para estar cómoda durante varios días. Me faltaría tiempo para relatar la multitud de ocasiones en las que fue socorrida en formas tan asombrosas como esta. De hecho, y hasta donde supe, era algo por demás conocido en toda la ciudad que la fe de Madre Austin era como un banco; y que nunca sufría carencia de ninguno de los menesteres de esta vida, pues hacía sus retiros de parte de Dios mismo.

Nunca supe el número de conversiones que ocurrieron en aquel entonces en Syracuse. Realmente nunca tuve la costumbre de determinar el número de conversiones aparentes. He dejado esas cosas para el tiempo en el cual todas las intenciones de los corazones queden al descubierto. Con todo, sin duda el estado religioso de aquella ciudad en primavera era completamente diferente al que existía en el otoño pasado; y si se me informó correctamente nunca la ciudad ha vuelto a tan terrible estado--aquel estado en el que se encontraba justo antes del avivamiento--ni a ninguno semejante. Para todos aquellos que tienen algún conocimiento de cómo han sido las cosas en esta área durante los últimos treinta años, no les resultará sorpresa el que en todo lugar al cual fui llamado a trabajar haya tenido que vencer grandes prejuicios con respecto a mis perspectivas teológicas. Las perspectivas ultra calvinistas habían permeado prácticamente completo las congregaciones presbiterianas y congregacionalistas hasta el momento en el que empezó mi predicación. Entonces vi que era indispensable el introducir nuevas perspectivas en varias cuestiones de importancia, antes de que cualquier esfuerzo por convertir el mundo pudiera tener éxito. Las ideas del Presidente Edwards acerca de la esclavitud de la voluntad, y la extraña distinción que hacía entre las habilidades e inhabilidades morales y naturales, habían sido una gran influencia en el ministerio y habían poseído todo púlpito congregacional y presbiteriano.

En la mayoría de las iglesias bautistas del país se sostenía una forma aún más superior y absurda de calvinismo. Por todo esto, no es sorprenderte que la teología que predico provocara alarma y resistencia. Mas, fue la extraña confusión en la mente de los hombres acerca de nuestras ideas de santificación--las mismas que enseñamos aquí en Oberlin--la fuente del mayor prejuicio en el país y en muchas instancias se convirtió en un poderoso obstáculo a vencer cada vez que pretendí promover un avivamiento. En Syracuse, como en todo lugar en el cual he predicado, la gente temía que se tratara de una herejía; y no fue hasta que sus prejuicios empezaron a difuminarse (a medida que asistían a las reuniones, escuchaban lo que se decía y veían que Dios mismo daba testimonio de la verdad exhibida) y fueron luego por completo vencidos, que se unificaron para avanzar la obra. Ya he dicho que la determinación de muchos líderes era cercarme, y de ser posible, cerrarme todos los púlpitos y ponerlos en mi contra. En esto nunca tuvieron éxito. De hecho, siempre me resultó imposible responder a todas las invitaciones a predicar y más bien solo pude acudir a una pequeña porción de las invitaciones más urgentes, entre las muchas que se me hacían y que provenían de todas direcciones. De cualquier modo, hacía falta mucho trabajo, mucho cuidado y mucha sabiduría, para poder sortear estos prejuicios que se habían creado y asegurar la unión de esfuerzos por parte de los cristianos para poder promover los avivamientos de la religión.

En cierta forma sin duda fui responsable de gran parte de este prejuicio. Fue mi destino, por la providencia de Dios, el atacar y exponer muchas de las falacias y nociones falsas abrazadas por las iglesias, las mismas que paralizaban sus esfuerzos e inutilizaban la predicación del evangelio. De hecho, siempre que los ministros predicaban arrepentimiento, solo para luego informarle solemnemente a su audiencia que les era imposible arrepentirse; siempre que predicaran fe, y luego se refirieran ella como a un don de Dios que no podían ejercer; siempre que representaran la fe como un estado intelectual y no como una confianza voluntaria; siempre que representaran el arrepentimiento como un sentimiento de piadosa tristeza, un estado de las sensibilidades, y en consecuencia un estado involuntario y no mas bien como un cambio voluntario de mente--siempre que estos y otros dogmas similares se mantuvieran y se enseñaran, el evangelio realmente no estaba siendo predicado. Lo que llamaban evangelio era realmente una piedra de tropiezo. Siempre que la naturaleza humana se representara como algo en sí mismo moralmente depravado, y en consecuencia, que el pecador debía de esperar a que Dios cambie esta naturaleza para poder ser cristiano, ¿podía esperarse otra cosa por parte del pecador que no fuera una actitud de espera y de los cristianos una de echar sobre Dios toda la responsabilidad por la conversión de los pecadores? Siempre que a los hombres se les enseñara que por causa de su naturaleza pecaminosa les esperaba el infierno y que el sacrificio de Cristo fue solo para los escogidos--es evidente que estos dogmas, y otros semejantes, no eran sino piedras de tropiezo y que su legítima influencia por consecuencia se manifestaba en la reinante desolación moral a lo largo y ancho.

No me resulta asombroso en lo absoluto que habiéndoseme comisionado, como yo mismo entendí que lo había sido, a atacar y exponer estos errores que para mí la consecuencia haya sido haber encontrado oposición y prejuicio. Aunque es cierto que en algunos momentos la oposición y el prejuicio se incrementaron, por la oposición imprudente y casi inexplicable de hombres que profesaron estar de acuerdo con mis enseñanzas teológicas, muy rara vez estuve en un lugar en el cual sentí tan fuertes prejuicios por parte de la gente que me rodeaba como en Syracuse.  

 

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