The GOSPEL TRUTH

LAS MEMORIAS DE CARLOS FINNEY

1868

CAPITULO 19

AVIVAMIENTO EN READING

Después de haber estado en Filadelfia en el corazón mismo de la iglesia presbiteriana, en donde las perspectivas de Princeton eran prácticamente abrazadas de forma universal, debo decir aún con mayor énfasis que la gran dificultad con la que me encontré para promover avivamientos de la religión fue la falsa instrucción que se le había dado a la gente--especialmente a los pecadores preocupados por la salvación de sus almas. De hecho, durante toda mi vida ministerial, en todo lugar y campo en donde he trabajado, me he encontrado con este problema a mayor o a menor escala; y me he convencido de que la gente ha sido tan mal guiada que multitudes que viven en pecado se convertirían de inmediato si fueran instruidas con la verdad. El fundamento del error al que me refiero es el dogma de que la naturaleza humana en sí misma es pecaminosa, y que por lo tanto es imposible para los pecadores convertirse en cristianos. En este dogma se admite, ya sea expresa o virtualmente, que los pecadores pueden estar deseando convertirse, o que realmente desean ser cristianos, y que con frecuencia intenta serlo.

Se ha practicado, y hasta cierto punto aún se practica cuando los ministros predican arrepentimiento y le urgen a la gente que se arrepienta, que para salvar su ortodoxia le digan al pecador en conclusión que el arrepentirse le es tan imposible como crear el universo. Sin embargo, algo tiene que hacer el pecador, pues aún con toda su ortodoxia les resulta intolerable que el pecador no haga nada. El pecador debe entonces orar, en autojusticia, por un nuevo corazón. Es realmente extraño que mientras le dicen al pecador que esta por completo depravado, que todo acto en su vida, todo pensamiento en su corazón y toda facultad y porción de su alma y cuerpo son pecaminosos, aún en esa terrible condición de depravación, le insistan en tener un nuevo corazón; asumiendo que el pecador desea ese nuevo corazón y que está ansioso por adquirirlo, mas como él mismo no puede hacerse un nuevo corazón, le mandan a orar para conseguirlo. En ocasiones los ministros le dicen al pecador que es su deber y obligación el insistir por ese corazón, entre otras cosas, además le mandan a leer la Biblia y a usar los medios de la gracia--en pocas palabras, le dicen que haga cualquier cosa menos aquello que Dios ha ordenado. Dios le manda al pecador a que se arrepienta ahora, a que crea ahora y a que él mismo se haga un nuevo corazón ahora. Sin embargo, los ministros tenían temor de presentar los requerimientos de Dios de esa manera, pues continuamente le estaban diciendo al pecador que no tenía la habilidad de hacer ninguna de estas cosas. Así es que negociaban con el pecador y en lugar de llamarle al arrepentimiento y a la fe, a un cambio de corazón y a someterse a Dios y volverse a él de manera inmediata, le decían que hiciera otra cosa, y lo ponían a realizar obras externas, de las cuales decían que eran su deber, y le animaban a esperar--si realmente insistía en ese deber--el ser convertido.

Para ilustrar lo que he encontrado en este y en otros países más o menos desde que he estado involucrado en el ministerio, voy a referirme a un sermón que le escuché al reverendo Babtist Noel, en Inglaterra. Este reverendo era un buen hombre y ortodoxo en el sentido común de la palabra. El texto que usó fue: "Arrepentíos y convertíos, para que vuestros pecados sean borrados, a fin de que tiempos de refrigerio vengan de la presencia del Señor". En primer lugar, el reverendo presentaba el arrepentimiento, no como un cambio voluntario, sino como uno involuntario que consistente en dolor por el pecado y un mero estado de las sensibilidades. Luego insistía que era el deber del pecador el arrepentirse, y presentaba con urgencia los requerimientos de Dios. Sin embargo, su predicación estaba destinada a una congregación ortodoxa, y no podía ni debía dejar de recordarles que les era imposible arrepentirse; que aunque Dios requería arrepentimiento de parte de ellos, él sabía que tal cosa era imposible, a menos que Dios mismo les diera ese arrepentimiento. "se preguntarán, entonces…"--decía--"¿qué debemos hacer? Vayan a casa y oren por arrepentimiento; y si este no llega, vuelvan a orar; si aún con esto no llega continúen orando hasta que les sea concedido". Con esto les dejaba. Su congregación era grande y la gente verdaderamente ponía atención; tuve que contenerme para no gritarle a la gente que se arrepintiera y que no pensara que cumplía con su deber con orar por arrepentimiento y nada más.

Cuando estuve en Filadelfia, y de hecho durante toda mi vida ministerial, encontré que es muy común que los ministros y los profesores de religión asuman la inhabilidad de los pecadores para cumplir con lo que Dios requiere y que les animen a hacer otra cosa a parte de lo que Dios exige. No se atreven a animar al pecador a quedarse quieto y a esperar el tiempo de Dios sin hacer nada; sino que les dicen lo que ya he expresado, que usen los medios de la gracia y que oren para que Dios cambie sus corazones, y que de acuerdo con su deber insistan y esperen el tiempo de Dios para que él les convierta.

Esta instrucción siempre me ha producido gran angustia; y mucho de mi trabajo en el ministerio ha estado encaminado a corregir tales perspectivas y a insistirle al pecador para que cumpla de manera inmediata lo que Dios le exige. Cuando algún pecador me ha preguntado si acaso el Espíritu de Dios no tiene nada que hacer con su salvación, le he respondido: "Sí: de hecho usted no se salva solo, sino que el Espíritu de Dios está luchando con usted para guiarle a hacer justo lo que él necesita que usted haga. El Espíritu está luchando para llevarle al arrepentimiento, a creer; y lucha con usted--no para asegurar la realización de simples actos externos--sino para cambiar su corazón". La iglesia, en gran medida, ha instruido a los pecadores para que empiecen con las expresiones externas de la religión; y por aquello que han considerado como la observancia del deber, para asegurar un cambio interno en la voluntad y en los afectos. Sin embargo, siempre he considerado esto como un total absurdo, como una herejía y como algo completamente fuera de toda ortodoxia y absolutamente peligroso. Siempre he enseñado que no es hasta que el corazón del pecador es cambiado que puede haber virtud alguna en cualquiera de sus acciones externas. Que ningún esfuerzo externo de auto justicia puede asegurar el favor de Dios, y que a menos que el pecador no cambie su corazón todos los esfuerzos externos son una hipocresía, un engaño y una abominación.

Han surgido innumerables circunstancias en las que he encontrado que los resultados de estas enseñanzas que he denunciado conducen a un mal entendimiento general de los deberes del pecador; también creo que debo decir que he hallado a miles de pecadores de todas las edades viviendo bajo este engaño, que consideran que no deben hacer nada más aparte de orar por un nuevo corazón, vivir una vida moral, leer sus Biblias, asistir a las reuniones, usar los medios de la gracia y dejarle a Dios toda la responsabilidad de su salvación.

Luego de Filadelfia partí a Reading en el verano de 1829. Reading es una ciudad a unas cuarenta millas al oeste de Filadelfia. En este lugar sucedió un incidente que debo mencionar y que ilustra de forma impactante la enseñanza a la que me he referido y sus resultados naturales. Había en Reading varias iglesias alemanas y una presbiteriana. El pastor de la última era el reverendo doctor Greer. Por petición de él y de los ancianos de su iglesia fui a laborar con ellos por un tiempo. Sin embargo, pronto descubrí que ni el doctor Greer ni ninguno de su gente tenían una idea clara de lo que necesitaban o de lo que realmente era un avivamiento. Hasta donde supe ninguno de ellos había visto un avivamiento jamás. A parte de esto, todos los esfuerzos para producir avivamiento en aquel invierno se habían previsto con el acuerdo de celebrar un baile cada dos semanas, al cual asistían muchos de los miembros de la iglesia e incluso uno de los principales ancianos de la iglesia del doctor Greer era uno de los administradores de estos bailes. No supe que el doctor Greer haya dicho nada en contra de esta práctica. En esta iglesia no había predicaciones durante la semana, y tampoco creo que se realizaban reuniones religiosas de ningún tipo.

Cuando descubrí que este era el estado de las cosas, creí mi deber el decirle al doctor Greer que debía desistirse de inmediato de aquellos bailes, o no me sería permitido ocupar el púlpito. Que aquellos bailes, a los cuales asistían los miembros de su iglesia y que eran liderados por uno de sus ancianos, no eran consistentes con mi predicación. Él me respondió: "prosiga, continúe con su curso". Así lo hice y prediqué tres veces en el Sabbat y me parece que cuatro veces durante la semana por espacio de unas tres semanas antes de referirme a cualquier otra reunión. Me parece que no teníamos reuniones de oración porque los miembros laicos de la iglesia no habían hecho el hábito de participar en aquellas reuniones. De cualquier modo, si no me equivoco, en el tercer Sabbat, durante los servicios del día, anuncié una reunión de indagación que se realizaría en el salón de lecturas que se encontraba en el sótano de la iglesia, el lunes en la tarde. Dejé lo más claro que pude el objeto de la reunión y mencioné el tipo de personas que deseaba que asistieran; invitando a aquellos--y solo a aquellos--que estuvieran seriamente preocupados por el estado de sus almas, y que hayan decidido poner atención inmediata al asunto, y que deseaban recibir instrucción sobre la pregunta particular de qué debían de hacer para ser salvos. El doctor Greer no hizo objeciones a esto, pues había dejado todos los asuntos a mi discreción, sin embargo no creo que pensara que muchos--o de hecho, que algunos de los miembros de su iglesia fueran a asistir a la reunión, pues al responder a la invitación estarían admitiendo que estaban ansiosos con respecto a la salvación de sus almas, y que habían decidido atender el asunto.

El lunes de esa semana nevó y fue un día frío. Me parece que observé que la congregación estaba entrando en convicción, pero aún con esto me sentía inseguro de la cantidad de personas que tendríamos en aquella reunión de indagación, lo cual era algo completamente nuevo en el lugar. De cualquier modo, cuando llegó la tarde emprendí camino hacia la reunión. Cuando el doctor Greer entró al salón ¡he aquí El lugar estaba lleno!--y me refiero a un salón grande, casi tan grande como la nave principal de la iglesia. Al mirar alrededor el doctor Greer observó que la mayoría de las personas impenitentes de su congregación se encontraban presentes; y para su sorpresa, también había asistido a la reunión la porción más respetable e influyente de su gente. El doctor no hizo comentarios en público, pero me dijo: "Yo no conozco nada acerca de las reuniones de este tipo; hágase cargo de ella y manéjela a su manera".

Abrí la reunión con un corto discurso, en el cual les expliqué mis intenciones, que eran tener un tiempo de conversación con cada uno de ellos, y que ellos me pudieran decir con franqueza cómo se sentían en cuanto al tema--en qué punto estaban sus convicciones, a qué se habían determinado, y cuáles eran sus dificultades. Les dije que si estuvieran enfermos el médico desearía saber cuáles eran sus síntomas y que ellos deberían decirle de qué forma y cuándo los han experimentado. Les dije: "No puedo darles una instrucción que satisfaga el estado en el que se encuentran sus mentes sino me revelan primero ese estado. Por lo tanto, lo que deseo es que me revelen, en la forma más breve que les sea posible, el estado exacto de su mente en el tiempo actual. Ahora voy a pasar por cada uno de ustedes y les daré oportunidad para decir, en pocas palabras, cómo se encuentran". Empecé a ir de uno en uno. El doctor Greer no dijo nada, pero me seguía y se quedaba de pie, o se sentaba junto a mí para escuchar todo lo que yo tenía que decir. Se mantuvo muy cerca de mí, pues me era necesario hablarle a cada persona en voz baja, solo par ser oído por aquellos que estaban inmediatamente junto al individuo. Encontré mucha convicción y sentimientos en aquella reunión. Los asistentes estaban fuertemente impresionados por la convicción. Difícilmente he asistido a una reunión de indagación tan solemne. La convicción se había apoderado de gente de todas las clases, de aquellos de clase alta, como los de clase baja, de ricos y de pobres.

El doctor Greer estaba muy conmovido. Aunque no había dicho nada me resultó evidente que su emoción era intensa al ver a su congregación en tal estado, un estado que él jamás había imaginado. Noté que en algunos momentos lograba controlar sus emociones con mucha dificultad. El doctor seguía sin decir nada. Después de haber mantenido conversaciones por un tiempo prudente, volví al escritorio y les di un discurso en el cual, como era mi costumbre, resumí los resultados de lo que había hallado y que era interesante en las revelaciones que me habían hecho. Evitando hacer cualquier tipo de señalamiento personal tomé las clases allí representadas y las diseccioné, les di corrección y les enseñé. Traté de echar por tierra sus malas interpretaciones y sus errores, de corregir la impresión que tenían de que solo debían hacer uso de los medios de la gracia y esperar a que Dios les convirtiera; y en un discurso que duró aproximadamente una media hora o tres cuartos de hora, les puse de frente la situación, con tanta claridad como me fue posible. Luego hice un llamado para que se sometieran y creyeran, para que se consagraran a ellos mismos y a todo lo que tenían a Cristo allí y en ese mismo momento. Luego oré por ellos e hice un llamado a aquellos que se sentían listos para rendirse ante Dios, y que estaban dispuestos allí y en ese momento a comprometerse a vivir completamente para Dios, a entregarse allí y en aquel instante a soberana misericordia de Dios; mi llamado era para aquellos que estaban dispuestos a abandonar su pecado y renunciar a él para siempre allí y en ese instante, para que se arrodillaran--no para que esperaran que mi oración los salvara--sino para que mientras yo oraba ellos se comprometieran con Cristo y para que internamente hicieran lo que yo les había dicho. Llamé a arrodillarse solo a aquellos que estaban dispuestos a hacer lo que Dios requería de ellos y lo que yo les había presentado. El doctor Greer se veía muy sorprendido por la prueba a la que les estaba sometiendo y por la forma en la que insistía en la sumisión inmediata. Fui muy cuidadoso en dejar clara la discriminación, para que nadie se arrodillara a menos que estuvieran realmente en serio. Vi que el Espíritu de Dios les estaba presionando tanto que supe que si podía hacerles entender exactamente lo que Dios quería de ellos, muchos no dudarían de la guía del Espíritu y le obedecerían allí mismo.

Tan pronto vi que me habían comprendido completamente les invité a arrodillarse, y yo mismo me arrodillé también. El doctor Greer se arrodilló junto a mí sin decir palabra. Le presenté la situación al Señor y sostuve con claridad el punto de la sumisión inmediata, de creer y de consagrarse a Dios. Una solemnidad terrible y una quietud de muerte prevalecían en medio de la congregación. Solo se escuchaba mi voz en oración y suspiros, sollozos y llanto esparcidos entre la gente. Después de presentarle el caso al Señor, me puse de pie y todos ellos también se pusieron de pie. Sin decir nada más pronuncié la bendición y les despedí. El doctor tomó mi mano con gentileza y sonriendo me dijo: "Le veré en la mañana". Con esto se fue por su camino y yo me retiré a mi alojamiento. Creo que fue cerca de las once en punto cuando un mensajero vino corriendo a mi hospedaje y me llamó para decirme que el doctor Greer había muerto. Le pregunté qué quería decir con eso y me respondió que el doctor a penas se retiraba cuando sufrió un ataque de apoplejía y murió de inmediato. El doctor Greer era un hombre grandemente querido y respetado por su congregación y estoy convencido de que era merecedor de tales afectos. Poseía una amplia educación, y también confío en que era un hombre de verdadera piedad. Aún con esto su preparación teológica no le había equipado para la obra del ministerio, es decir, para ganar almas para Cristo. Era mas bien un hombre tímido a quien no le gustaba encarar a su gente y resistir abiertamente los peligros del pecado, lo que era necesario hacer. Su muerte súbita produjo un gran impacto y se convirtió en el tema de conversación de todo el pueblo. Auque descubrí que un buen número de personas habían quedado a todas luces convertidas en aquella tarde del lunes, la muerte del doctor Greer, producida en tan extrañas circunstancias, produjo en la mente pública una lamentable distracción que duró una semana o más. Sin embargo, una vez quedó concluido el funeral y los servicios de la tarde volvieron a su cause normal, el avivamiento tomó poder y continuó avanzando de forma alentadora.

Muchos incidentes interesantes tuvieron lugar en este avivamiento. Recuerdo una noche nevada en la cual la nieve había caído profusamente y era arrastrada de una forma terrible por una fiera ráfaga de viento. Me habían llamado a la media noche para que acuda a visitar a un hombre que, según me habían informado, se encontraba bajo tan tremenda convicción que de no hacerse algo por él moriría. Este hombre era de apellido Buck y era robusto y muy musculoso y poseía además una gran fuerza de voluntad y de nervio. Se podía decir que era un orgulloso espécimen de la raza humana. Su esposa era profesora de religión, mas él había sido totalmente indiferente para con el tema y "no le interesaban para nada ese tipo de cosas". El señor Buck había asistido a la reunión de aquella tarde y el sermón le había dejado destrozado. Se retiro a su casa en un terrible estado mental y su convicción y su angustia aumentaron hasta que su fuerza corporal quedó aniquilada. Su familia creía que iba a morir si no se hacía algo por él. Por eso fue que aún en medio de tan terrible tormenta habían enviado un mensaje para mí. Me levanté y me preparé para la tormenta y salí a la calle. Nos era necesario dar cara a la tormenta y caminar unas cincuenta o sesenta varas para llegar a la familia. Antes de llegar a la casa ya podía escuchar los quejidos del hombre, o debería decir más bien sus gemidos. Cuando entré le hallé sentado en el suelo y a su esposa sosteniendo su cabeza. ¡Lo que vi en el rostro de ese hombre no hay forma de describirlo! Aún con lo acostumbrado que estaba a ver gente bajo convicción, debo confesar que su apariencia me impactó tremendamente. Se retorcía en agonía, apretaba los dientes y literalmente se mordía la lengua produciéndose dolor. Me dijo clamando: "¡Oh, señor Finney! ¡Estoy perdido. Soy un alma perdida!" y añadió otras cosas que aumentaron el impacto que ya había sobre mis nervios. Recuerdo que exclamó: "¡Si esto es tener convicción, cómo será el infierno!" Me repuse de la impresión tan pronto como me fue posible, me senté junto a él y le di instrucción. Al principio le resultaba difícil enfocarse, pero pronto logré que pusiera su atención en el camino a la salvación por medio de Cristo. Insistí en que centrara su atención en el Salvador, en que le aceptara. Fue liberado de su carga enseguida y quedó persuadido de confiar en el Salvador, mostrándose libre y gozoso en su esperanza.

Como era de esperarse, a diario mis manos, mi mente y mi corazón estaban completamente ocupados. No tenía a mi lado un pastor para que me ayudara, y aún con esto la obra se esparcía hacia todas partes. El anciano de la iglesia, de quien he dicho que era uno de los administradores de los bailes, pronto se quebrantó de corazón delante del Señor y se involucró en la obra; como consecuencia su familia quedó convertida enseguida. La obra hizo un barrido profundo en las familias de los miembros de la iglesia que se habían involucrado en ella.

He dicho que en este lugar se produjo una circunstancia que ilustra las consecuencias de las enseñanzas de la Vieja Escuela que he criticado. Un día, muy temprano en la mañana, un abogado perteneciente a una de las familias más respetadas del pueblo fue a verme a mi habitación. Se encontraba bajo una terrible agitación mental. Pude ver que era un hombre de una inteligencia de primera clase y un caballero, mas no recordaba haberle conocido antes. Cuando entró a la habitación se presentó y luego dijo que era un pecador perdido--y que estaba convencido de que no había salvación para él. Luego me informó que cuando se encontraba en el colegio de Princeton junto a dos de sus compañeros de clase se habían hallado en gran ansiedad por sus almas. Juntos habían ido a ver al doctor Ashbel Green, quien entonces era el presidente del colegio, y le habían preguntado qué debían de hacer para ser salvos. El doctor les dijo que estaba feliz de que hubieran llegado a él con aquella pregunta y luego les aconsejó que se apartaran de toda mala compañía, que leyeran su Biblia con fidelidad y que oraran para que Dios les diera un nuevo corazón. Había dicho: "Continúen así, y sigan firmes en su deber y el espíritu de Dios les convertirá, de lo contrario les dejará y ustedes volverán nuevamente a sus pecados". Fue allí cuando le pregunté al abogado cómo había terminado el asunto. Me dijo: "¡Oh! hicimos tal y como nos había dicho. Nos apartamos de malas compañías, y oramos a Dios para que nos diera un nuevo corazón. Mas después de poco tiempo nuestras convicciones pasaron y no nos ocupamos más en la oración. Perdimos todo interés en el tema". Luego de decir esto estalló en lágrimas y dijo: "Mis dos compañeros están en tumbas de borrachos y si yo no me arrepiento pronto terminaré allí también." Ese comentario me llevó a observar que el hombre mostraba indicaciones de hacer buen uso de licores fuertes. Mas en aquel momento era temprano en la mañana y no estaba bebido, pero sí bajo una terrible ansiedad.

Traté de instruirle y de mostrarle el error en el que había caído luego de haber recibido tal enseñanza; y que realmente había estado resistiendo y contristando al Espíritu Santo al haber estado esperando que Dios hiciera lo que él mismo debía de hacer. Traté de hacerle ver que en la naturaleza misma del caso Dios no podía hacer lo que le requería hacer a él como individuo. Dios requería que él se arrepintiera, y Dios no podía arrepentirse en su lugar; Dios requería que él creyera, pero no podía creer en su lugar; Dios requería que él se sometiera, y no podía someterse en su lugar. Luego de esto traté de hacerle comprender la agencia que tiene el Espíritu de Dios en el darle al pecador arrepentimiento y un nuevo corazón. Esta agencia consiste en una persuasión moral y divina. Traté de hacerle ver que el Espíritu le había guiado a ver sus pecados, insistido con urgencia para que renunciara a ellos, que le había hecho ver su culpa y el peligro en el que se hallaba, y que le había urgido a huir de la ira venidera. Le había presentado al Salvador, la expiación y el plan de redención y que ahora le insistía para que lo aceptara. Le pregunté si acaso no sentía sobre su persona esa urgencia al ver tales verdades reveladas a su mente, y el llamado urgente a someterse ahora mismo, a creer y a hacerse él mismo un nuevo corazón. "¡Oh, sí!"--me dijo--"¡sí! Lo veo y lo siento. Mas, ¿no ha renunciado Dios a mí? ¿Acaso no ha pasado ya de mí mi día de gracia?" Le respondí: "¡No! Está claro que el Espíritu de Dios todavía le está llamando, todavía le está trayendo convicción y que todavía el urge al arrepentimiento. Usted mismo ha reconocido que siente tal urgencia en su mente". Él me preguntó: "¿Es esto entonces lo que está haciendo el Espíritu Santo? ¿… mostrarme todo esto?" Le aseguré que así mismo era, y que él debía entender que se trataba de un llamado divino y de una evidencia conclusiva de que no había sido abandonado y que sus pecados aún no habían apartado el día de su gracia, sino que Dios estaba luchando por salvarlo. Luego le pregunté si respondería a ese llamado, si estaba dispuesto a acudir a Jesús, si echaría mano de la vida eterna allí y en ese momento. Este abogado era un hombre inteligente y el Espíritu de Dios estaba sobre él enseñándole y haciéndole entender cada palabra que le decía. Cuando vi que el camino había quedado por completo preparado, le pedí que se pusiera de rodillas y que se rindiera y así lo hizo y a todas luces quedó por completo convertido en aquel mismo instante. Después de esto me dijo: ¡oh, si tan solo el doctor Green me hubiera dicho esto me hubiera convertido de inmediato, mas he aquí mis amigos y compañeros se han perdido y yo, por esta maravillosa misericordia he sido salvo!"

Esta instrucción dada por el doctor Green es la que en sustancia le ha sido dada por miles de ministros a pecadores que han sentido inquietud por sus almas durante muchos años. Aún todavía en sustancia esta instrucción es dada por muchos de los ministros líderes en la iglesia de Dios en todas las denominaciones. Yo la considero completamente errónea y temo que ha sido clave en la destrucción de miles y miles de almas.

Recuerdo un incidente muy interesante en el caso de un mercader de Reading, quien era un hombre muy respetable y cuyo negocio tenía como una de sus ramas la fabricación de whiskey. Acababa de terminar la instalación de una gran destilería, por cierto muy costosa, la cual había construido con todos los adelantos modernos a gran escala y ya la había activado en el negocio. Sin embargo, tan pronto el hombre se convirtió abandonó la idea de continuar con aquella rama de su negocio. Esta fue una conclusión espontánea en su mente. En cierta ocasión dijo: "No debo de tener nada que ver con eso. Debo echar abajo mi destilería. Ya no la trabajaré, ni la venderé para que nadie la trabaje". Su esposa era una buena mujer, y era además la hermana de aquel señor Buck de quien he hablado y cuya conversión en aquella noche de tormenta mencioné. El apellido del mercader era O'Brien. El avivamiento tomó a su familia de forma poderosa, y varios de ellos se convirtieron. En este momento no recuerdo cuántos fueron los convertidos, pero me parece que toda persona impenitente en su casa llegó a la salvación. Entre estos estaban también su hermano y su cuñada y no sé cuántos más, lo que sí se es que un gran círculo de sus familiares se contó entre los convertidos. Sin embargo, la salud del señor O'Brien se quebrantó y pronto se fue de este mundo por causa de la tisis. Lo visité en varias ocasiones y siempre le encontré lleno de gozo.

Habíamos estado examinando candidatos para la admisión en la iglesia, y un gran número de personas estaba por ser admitidas en cierto Sabbat, entre ellas, miembros y parientes de la familia del señor O'Brien. Llegó la mañana del Sabbat y se halló que el señor O'Brien estaba en muy mal estado y que se esperaba que no sobreviviera aquel día. Había llamado a su esposa al pie de su cama y le había dicho: "Querida, voy a pasar el Sabbat en el cielo. Deja que toda la familia y todos los amigos vayan y se unan a la iglesia de abajo, que yo me uniré a la iglesia de arriba." Antes de que llegara la hora de la reunión ya había muerto. Se llamó a sus amigos para que le colocaran en su mortaja y la familia y los parientes se reunieron alrededor de sus despojos. Luego se marcharon a la reunión, y tal como el señor O'Brien lo había deseado, se unieron a la iglesia militante mientras él se unía a la iglesia triunfante. Aquella fue una escena llena de emociones, y un hecho muy conmovedor que fue mencionado en la mesa de la comunión. Su pastor se le había adelantado un tanto; y de hecho creo que en aquella misma mañana yo le había dicho al señor O'Brien "Déle mi amor al hermano Greer cuando llegue al cielo". Él sonrió con gozo santo y me dijo: "¿Cree usted que le reconoceré?" Le respondí: "Sin duda alguna le reconocerá. Déle mi amor y dígale que la obra marcha gloriosamente". "Lo haré, lo haré", me dijo. No recuerdo el número de sus familiares y parientes que se unieron a la iglesia en aquel día, pero eran muchos. Su esposa se sentó en la mesa de la comunión y dejó ver en su rostro el gozo mezclado con tristeza que debe esperarse en una ocasión como esa. En los familiares y amigos había una especie de santidad triunfante cuando se mencionó que el esposo, el padre, el hermano y el amigo estaba sentado en ese día a la mesa con Jesús en lo alto, mientras ellos se reunían alrededor de aquella mesa terrenal.

Hubo mucho de interesante y conmovedor en aquel avivamiento en muchos aspectos. Fue un avivamiento producido en medio de gente que no tenía concepto alguno de avivamientos de la religión. La población alemana asumía que se habían hecho cristianos por medio del bautismo, y de manera especial, al recibir la comunión. Casi todos ellos, cuando se les preguntaba cuándo se habían convertido en cristianos, respondían que habían tomado la comunión de manos del doctor Muhlenberg, o de cualquier otro ministro alemán, en tal o cual época. Cuando les preguntaba si ellos creían que de eso se trataba la religión, respondían que sí, que eso era lo que suponían. De hecho, esa era la idea del mismo doctor Muhlenberg. Mientras caminaba junto a él hacia la tumba del doctor Greer por motivo de su funeral, me dijo que había hecho mil seiscientos cristianos por medio del bautismo y de la comunión desde que era pastor de aquella iglesia. Parecía que su idea de convertirse al cristianismo simplemente implicaba aprender el catecismo, ser bautizado y tomar parte de la comunión. El avivamiento tuvo que luchar con esa perspectiva y al principio su influencia en Readings fue precisamente en la dirección de corregir las ideas. Se me informó que se creía--y no tengo duda que de que lo que se me dijo es la realidad--que el empezar a pensar en ser religioso por medio de la conversión, el establecer la oración familiar o entregarse a la oración secreta, no solo era fanatismo, sino que también virtualmente asumía que los ancestros de tal persona habían terminado en el infierno, pues ellos no habían hecho tales cosas. Se me informó que los ministros alemanes predicaban también en contra de esas cosas y hablaban muy severamente de aquellos que habían abandonado el modelo de sus padres y enseñado que era necesario convertirse y mantener oración privada y familiar.

Creo que la mayoría de los miembros de la congregación del doctor Greer fueron convertidos durante este avivamiento. Al principio me resultó muy difícil deshacerme de la influencia de la prensa. Creo que dos o más diarios se publicaban en aquel entonces y sus editores, según llegué a saber, eran hombres dados a la bebida que no pocas veces debían de ser llevados a sus hogares en ocasiones públicas debido a su grado de intoxicación. El pueblo estaba en una buena medida bajo la influencia de esos diarios--en particular la población alemana. Estos editores empezaron a darle a la gente consejos religiosos y a hablar en contra del avivamiento, de la predicación, etcétera, lo cual llevó a la gente a un estado de perplejidad. Esto continuó de día en día y de una semana tras otra, hasta que finalmente el estado de las cosas llegó a tal punto que sentí que era mi deber ponerle atención. Fue así que un día, cuando la casa estaba llena, subí al púlpito con este texto: "Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis hacer los deseos de vuestro padre". Continué mi discurso mostrando de qué forma los pecadores cumplen los deseos del maligno, señalando muchos ejemplos en los cuales hacían el trabajo sucio del diablo, haciendo por él lo que no le sería posible hacer por sí solo. Después de haber presentado bien el tema delante de la gente, lo aplique al curso que estaban siguiendo los editores de aquellos diarios. Le pregunté a la gente si acaso no podían ver cómo esos hombres estaban cumpliendo con los deseos del diablo--y si no creían que era el deseo del diablo que hicieran precisamente lo que estaban haciendo. Luego les pregunté si creían que era propio y decente que hombres con su carácter intentaran darle instrucción religiosa a la gente. Le dije a la congregación qué clase de carácter me parecía que aquellos hombres tenían, que muchas veces debían de ser cargados a sus hogares desde lugares públicos--de pública corrupción--por causa de su intoxicación. Les presioné fuertemente con ese argumento: que semejantes hombres intenten darle instrucción al pueblo en cuanto a sus deberes para con Dios y sus semejantes. Les dije que si yo tuviera viviendo a mi familia en el pueblo no me permitiría tener esos periódicos en casa, incluso tendría temor aún de tenerlos bajo mi techo, que me sería necesario considerarlos como demasiado sucios como para ser tocados por mis dedos, y que debería de usar pinzas para tomarlos y lanzarlos a la calle. Supe después que muchos lanzaron sus periódicos a la calle al día siguiente. No volví a ver ni a escuchar oposición de esa fuente. Si no me equivoco, desde aquel momento la prensa se quedó en completo silencio y la obra continuó progresando. Permanecí en Readings hasta bien entrada la primavera. Desconozco el número total de convertidos, pues como ya he dicho, no tenía el hábito de contar o publicar el número de personas convertidas. Se dieron muchas conversiones impactantes, y hasta donde sé toda la congregación del doctor Greer quedó completamente unificada, muy animada y fortalecida y con una gran adición de nuevos miembros. Nunca he vuelto al lugar desde entonces.

Después de Reading fui a Lancaster, Pennsylvania, que era para entonces--y lo fue hasta el día de su muerte--el hogar de difunto presidente Buchanan. La iglesia presbiteriana de Lancaster no tenía pastor y encontré que la religión estaba en muy mal estado. Nunca habían tenido un avivamiento de la religión, y era evidente que tampoco tenían un concepto justo de de qué se trataban, ni de los medios apropiados para asegurarlo. Me quedé en Lancaster por muy poco tiempo. Con todo esto la obra de Dios se avivó de inmediato y el Espíritu de Dios se derramó casi enseguida sobre la gente. Me hospedé en casa de un anciano caballero de apellido Kirkpatrick, quien era uno de los ancianos de la iglesia, y además era el líder más influyente de la iglesia. El señor Kirkpatrick era un hombre muy adinerado, que sobresalía en influencia en relación a todos los demás miembros de la iglesia. Ocurrió un suceso con relación a él mientras me encontraba con su familia, que revela el estado en el que se encontraba la perspectiva acerca de la religión en aquella iglesia. Un antiguo pastor de la iglesia invitó al señor Kirkpatrick a unirse al cuerpo de ancianos. Debo señalar, a propósito, que los hechos que voy a relatar me fueron narrados por él mismo.

Durante un Sabbat por la noche, después de haber escuchado un par de sermones bastante escrutadores, le era imposible al anciano caballero conciliar el sueño. Su mente estaba tan excitada que encontró imposible tolerarla hasta el día siguiente, así que fue a verme a media noche y me dijo el estado en el que se encontraban sus convicciones y que sabía que nunca se había convertido en realidad. Me dijo que cuando se le solicitó unirse a la iglesia y ser uno de los ancianos, él sabía que era inconverso. Este hecho presionaba tanto su mente que fue a consultarlo con el Reverendo doctor Cathcart, un anciano ministro de una iglesia presbiteriana a poca distancia de Lancaster. A este hombre le declaró el hecho de que nunca se había convertido, pero que a pesar de eso se deseaba que se uniera a la iglesia y se convirtiera en anciano. El doctor Cathcart, en vista de todas las circunstancias, le aconsejó que se integrara a la iglesia y que aceptara el cargo. El señor Kirkpatrick siguió el consejo. Cuando fue a buscarme sus convicciones eran muy profundas. Le di la instrucción que me pareció que necesitaba y le presioné para que aceptara inmediatamente al Salvador y traté con él de la misma manera en la que hubiera tratado con cualquier otro pecador preocupado por su alma. Fue un tiempo muy solemne en el cual él profesó someterse y aceptar al Salvador. No sé que habrá sucedido más tarde con él. Era ciertamente un caballero de noble carácter, que hasta lo que sé nunca hizo nada que denigrara el cargo que había asumido. Quienes conocen el estado en el que se encontraba el liderazgo de la iglesia en la cual el doctor Cathcart fue pastor en aquel tiempo, sin duda no se sorprenderán del consejo que le dio al señor Kirkpatrick.

Ocurrieron sucesos muy impactantes durante mi corta estadía en Lancaster. De esos sucesos mencionaré el siguiente. Una tarde prediqué acerca de un tema que me llevó a insistir fuertemente en la aceptación inmediata de Cristo. La casa estaba muy llena, literalmente repleta de gente. Al cierre del sermón apelé fuertemente a la gente para que se decidan en ese lugar y en ese momento; creó que también hice un llamado a aquellos que habían ya tomado la decisión y que estaban dispuesto a aceptar al Salvador, a ponerse de pie, para que pudiéramos conocer quienes eran, y para que así pudiéramos hacerles el motivo de nuestras oraciones. Supe al día siguiente que había dos hombres, conocidos entre sí, que estaban sentados junto a una de las puertas de la iglesia. Uno de ellos estaba grandemente afectado por mis palabras y le resultaba imposible no manifestar su emoción y esto fue observado por el otro. Pese a esto el hombre no se puso de pie, ni le entregó a Dios su corazón. Les había dicho con toda mis fuerzas que quizás esa sería la última oportunidad que tendrían algunos de ellos de tomar una decisión al respecto. Que no era raro que en una congregación tan grande algunos de ellos fueran a tomar la decisión final de su destino eterno en ese mismo momento. Que no sería extraño que Dios considerara la decisión de algunos de ellos en ese momento como la decisión final.

Supe al día siguiente que cuando la reunión quedó despedida los dos hombres de quienes he hablado se fueron juntos por el camino, y el uno le dijo al otro: "Vi que le afectó mucho el llamado hecho por el señor Finney". "Sí, me afectó"--dijo el otro y continuó diciendo que "nunca me había sentido así en toda mi vida, especialmente cuando nos recordó que tal vez está sería la última oportunidad de aceptar esa oferta de misericordia". Continuaron conversando de esta manera por algún tramo y luego se separaron y cada uno se marchó a su casa. La noche era oscura, y aquel que había estado grandemente abatido por sus sentimientos y que además había sentido la profunda convicción de que tal vez estaba rechazando su última oferta, se resbaló sobre la acera y se rompió el cuello. Así quedó claro que realmente se trataba de su última oportunidad. Estos hechos se me reportaron al día siguiente de lo sucedido. Establecí reuniones de oración en Lancaster e insistí en que los ancianos de la iglesia tomaran parte en las mismas. Ante mi urgente petición lo hicieron, aún cuando no habían tenido la costumbre de esta práctica. El interés fue aumentando de día en día y las conversiones se multiplicaron. Ahora mismo no recuerdo por qué no permanecí más tiempo en el lugar. De cualquier modo, mi salida de Lancaster fue muy temprana como para poder dar una narración detallada acerca de la obra en el lugar.

 

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